Olvidar las ofensas

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Lo que sucedió es lo que nos ha confundido y lo que nos confunde es lo que está sucediendo. En nuestro diario quehacer, la política se presenta como una preocupación permanente. Lo que tal vez no hemos meditado bien es que no se trata de “la” política sino de “una” política. Es posible que durante el transcurso de toda nuestra historia, siempre fuimos un pueblo conservador, con tendencia a mantener lo que tenemos, a no cambiarlo. O sea, la política de una sola dirección. Una política. Por eso, sin decirlo, sin convertirlo en dogma, creemos que cambiar es peligroso.

Algo así como los pueblos que viven al margen de las economías, solamente con el pequeño sustento de todos los días. Si solo cuentan con una tortilla y unos pocos frijoles, esa es su única seguridad y no la ponen en riesgo por nada en el mundo. Son conservadores a ultranza.

Quizá la gran mayoría de los costarricenses, que durante una época muy extensa vivió en condiciones económicas muy estrechas, continúa manteniendo cierta suspicacia hacia el futuro y no se arriesga a ningún tipo de cambio. Algún científico social hasta podría afirmar que es como nuestra herencia genética de la política. Una forma de comportamiento que le teme a los cambios, por más prometedores que se presenten.

Cuando, como excepción, se han dado pasos hacia delante (Calderón Guardia, José Figueres) han sido forzados, consecuencia de especiales circunstancias. Pero siempre apreciamos una tendencia a regresar, al paso atrás. Todavía hay quienes rechazan la seguridad social, los impuestos proporcionales y los salarios crecientes. Piden el retorno a la dulce paz de la pobreza general.

Cambio. No obstante, hemos venido escuchando, desde hace treinta años, un pequeño clamor que recogen ahora los políticos en estas últimas elecciones: el pueblo quiere un cambio y los líderes lo prometen. Es posible, por esto de la genética política, que el pueblo muy pobre no es que quiere un cambio (por aquello de la tortilla y los frijoles) pero sí siente que vive en una sociedad injusta que no distribuye cristianamente el pan que Dios ha dado para todos por igual.

Ese pueblo marginado comienza a pensar que esa realidad debe cambiar y responde a la conciencia de su propia necesidad; o sea, que a él la sociedad en que vive lo trata de manera injusta. Es el aviso de que puede suceder lo que nadie quiere que suceda.

En estas elecciones, un campesino le preguntó a un político: “¿Cuál es el cambio que usted está proponiendo?”. Fue cuando el político, por primera vez, se enteró de que no tenía ni idea. ¿Cuál cambio?

Si no queremos que la mirada de protesta del hambriento se transforme en hechos concretos, reunámonos armoniosamente para contestar la pregunta del campesino. Pienso que la capacidad de resistencia de nuestra sociedad está llegando a un punto extremo. La idea del pacto nacional debe recogerse de inmediato y prescindir de reclamos partidarios: “No te ayudo porque vos nunca me has ayudado y solo recibí el insulto cuando yo estaba gobernando”.

Cuando escuchamos esta expresión frente a la gran crisis económica y social que estamos padeciendo, debemos recordar el pensamiento que, al parecer, expuso Churchil: “La diferencia entre un político y un estadista está en que el primero solo piensa en las próximas elecciones y el segundo en las próximas generaciones”.

Sin divisiones. Si el gobierno entrante no puede llevar a cabo sus labores en solitario, porque será débil, la respuesta patriótica es: ayudémoslo, extendámosle la mano y logremos un pacto nacional para resolver los grandes problemas sociales de este país.

“No vengamos con reclamos torpes –me dijo recientemente una buena amiga– olvidemos la ofensas, porque es tiempo de construir, otra vez, una patria para todos. Pensemos seriamente en los pobres y en la forma de solucionar todas sus apremiantes necesidades”.

Algo varió en estas elecciones y es la conciencia general del cambio. Debemos contestar la pregunta del campesino: “¿Cuál cambio?”; el de nuestra propia conciencia que nos está indicando, desde hace mucho tiempo, que un demócrata, como un religioso de verdad, nunca puede estar de acuerdo con una sociedad dividida en ricos muy ricos y en pobres muy pobres. Nos han dado un golpe suave, pero certero al corazón.

Nuestra democracia no puede permitir ya más una miseria ampliamente difundida y creciente. Esto es lo que está sucediendo. La que se inicia es otra política, la del olvido de las ofensas y la del abrazo solidario y fraternal. Comencemos a pensar en las próximas generaciones.