Nuestro octavo pecado capital

Hemos perdido conciencia de nuestra relación con Dios y con los demás

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Hay quienes dirían que el pecado capital de la sociedad actual es la vanidad, la lujuria o la avaricia. Yo apostaría a que es la acedia. Acedia es un concepto que aún se conoce en algunos claustros benedictinos y poco en la Internet. La Real Academia la relaciona con la tristeza y la pereza, pero en los monasterios su significado es más profundo.

A mí me lo reveló Christopher Jamison, abad de Worth, Sussex, Inglaterra. Explica el padre Christopher que la acedia es una falta de entusiasmo por lo espiritual. Es una apatía del y hacia el espíritu. Es una pérdida de conciencia sobre sí mismo, sobre nuestra relación con Dios y con los demás que tiene como consecuencia una tristeza profunda.

Fue Juan Casiano quien en el siglo IV le puso nombre a este mal. En sus obras llamadas Institutos dedicó ocho capítulos a cada uno de los obstáculos que encontraban los monjes en su camino hacia la perfección: la gula, la lujuria, la avaricia, la ira, el abatimiento, la vanagloria, el orgullo y la acedia. El conocimiento de estos vicios sería ofrecido al resto de los mortales por el papa san Gregorio Magno, convertidos en pecados capitales. Pero la acedia quedó por fuera.

Demonio. Los benedictinos continúan leyendo a Casiano en sus monasterios, pero fuera del claustro ese mal quedó sin nombre. Y por eso nuestra sociedad carece de palabras para describir esa indiferencia con la que tratamos la vida del espíritu. Los monjes del siglo IV la consideraban un “demonio”' y los demonios saben aprovecharse del anonimato.

Como todo demonio, este nos tiende trampas: nos ayuda a mantenernos distraídos con lo superficial para no vernos hacia dentro, nos convence que hay que estar “atareados” para ser “importantes” y nos confunde sustituyendo las emociones con sensaciones. Quien peca de acedia basa su identidad en “chunches” o “títulos”, ya que es más fácil y menos comprometedor decir “tengo” o “hago” que decir “soy'”.

Por ello, la acedia, cuando se sufre en colectivo, lleva al menosprecio de lo esencialmente humano, y a una caída en espiral hacia el materialismo, el canibalismo social y la pérdida de valores. La acedia lleva a ignorar las realidades del corazón y allana el camino hacia la búsqueda de definiciones empaquetadas de “felicidad” o “éxito”: el auto nuevo, la casa, la marca, la cirugía plástica, el poder, la fama. Pero la acedia, con todas sus trampas, nos lleva invariablemente a la tristeza.

Reino del facilismo. Hoy la acedia es palpable en nuestra sociedad donde el facilismo reina, el respeto al otro se diluye, el sacrificio y el trabajo como forjadores de carácter van perdiendo sentido, el servicio se devalúa y la búsqueda del beneficio propio se justifica aún a costa de la paz colectiva e individual.

La lucha contra la acedia en nuestra sociedad es una rebeldía social.

Es rehusar ser “clientes”, “usuarios” y “tarjetahabientes” para ser personas. Pero es además la respuesta más profunda y fundamental a la superficialidad, a la pérdida de norte, a la violencia y a la desesperanza.

Me atrevo a proponer que quizás nuestra mayor contribución individual a la sociedad actual sea una humilde, solitaria y silenciosa mirada hacia dentro.

Sin esa mirada, nos arriesgamos a convertirnos en una sociedad salvaje, vacía y triste.