Nostalgia y malestar

Resistámonos a refugiarnos en pasados mitificados de héroes y tumbas

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

En un clarividente artículo publicado en 1996 ("Viva la política"), don Constantino Urcuyo planteaba que uno de los factores presentes en el discurso antipolítica, era la nostalgia por el pasado. El malestar con lo que tenemos, alentado por la añoranza de lo que, supuestamente, tuvimos. Ese melancólico relato que construye (los recuerdos, personales y sociales, son constructos mentales) una paradisiaca “Costa Rica de antes”, en la que todos éramos iguales, no había corrupción, imperaban los valores y teníamos grandes líderes políticos interesados solo en servir a la patria. La época de los patricios, previa al asalto de “la gradería de sol”.

Esa Costa Rica bucólica, de labriegos sencillos y gamonales generosos, es una narrativa ideológica que, aunque en su momento fue funcional en la invención de la nación costarricense, podría estarnos pasando factura en altas dosis de pesimismo con nuestras realidades presentes. A quienes insisten en llorar por “el país que se nos fue de las manos”, les recuerdo que esa frágil Rosa de un día (hermosa letra de Jaime Gamboa) “es y no es, y ya no es lo que era / y será siempre lo que nunca fue”.

Es solo una quimera. Esa no fue, en realidad, la Costa Rica de nuestros abuelos, es solo El imposible país de los filósofos (Alexander Jiménez Matarrita).

Apocalipsis y egocentrismo. El esquema de una tierra amable, de gentes honradas, que ha ido degradándose y da pasos agigantados rumbo al despeñadero, reedita el mito del paraíso perdido. Una sensación que nubla la cognición y se convence a sí misma de que todo pasado fue mejor. Ahora estamos mal. Mañana, seguramente peor. El país está podrido y se cae a pedazos. En el fondo, tras esa mentalidad apocalíptica anida el egocentrismo. Un sentimiento muy humano: nos duele imaginar que tras nuestra desaparición física, el mundo seguirá sin apenas inmutarse (quizá, incluso, vaya para mejor). Es más acorde con nuestro ego imaginar que el mundo envejece con nosotros y, conforme se acerca nuestro fin, se acerca también el de lo que nos rodea.

El anhelo por un pronto desenlace escatológico también germina en situaciones de profunda frustración social, de horizontes cerrados, opresión y violencia. Es el caso del movimiento de Jesús y de la apocalíptica judía. Lo que se añora, más que un estado anterior perdido, suele ser la proyección de un futuro deseado. Se puede tener nostalgia del futuro. Es la interpretación del relato del Edén que propone la breve y penetrante obra del teólogo católico Carlos Mesters. De modo que hay contextos en los que, sociológicamente, se explican estos anhelos (incluso pueden resultar liberadores). La Costa Rica actual, pienso, no es uno de ellos.

Pero, si insistimos en juzgar la Costa Rica de hoy, contrastándola con la de ayer, hagámoslo con seriedad. Igualiticos nunca fuimos. Basta leer el agudo estudio de Carlos Sojo sobre el particular. Frente a la postal idílica de una educación pública exquisita, donde el niño más rico compartía pupitre con el hijo descalzo del obrero, habría que cuestionarse si ésta se extendía a mucho más allá de los vecinos de barrio Amón. Frente al retrato de un Estado paternal, ocupado del cuidado de su pueblo, habría que plantearse cómo era posible la barbarie de la penitenciaría central. Tan ingenuo es creer que los abusos con dineros de campaña son nuevos, como pensar que antes no existían femicidios. Simplemente, ni había las leyes actuales que, en buena hora, prohíben lo que deben prohibir, ni autoridades aplicando los mecanismos de control que afortunadamente hoy existen.

No es que ahora vivamos en Jauja. Arrastramos viejos problemas que tienden a tornarse críticos. Muchos de ellos, por cierto, incubados en aquellos “años dorados” en que se forjó La institucionalidad ajena (Solís Avendaño). Nos asolan la platina, un campeonato de futbol mediocre y Combate tiene más de 200 mil seguidores en Facebook. Pero también existe Ad Astra Rocket, Nery Brenes, y la despedida de Fidel llenó el Estadio Nacional.

Sueños, no quimeras. Veamos lo que están haciendo bien otros países y soñémonos más solidarios y prósperos. Pero resistámonos a refugiarnos en pasados mitificados de héroes y tumbas. El discurso de la pérdida es muy peligroso. Gunter Grass se lo advirtió a los alemanes. Genera rabia por el despojo imaginado. Es el caldo de cultivo de mesías y masas enfebrecidas. Santones robespieranos convencidos de que el mal cunde sobre la tierra y que no hay otra salida que no sea un diluvio que la purifique para, luego, repoblarla solo a partir de su simiente inmaculada.

Soy de los que creen que hay una vieja veta autoritaria en nuestra cultura política añorando la llegada de un “hombre fuerte”, y no quiero eso para mi país. Lágrimas y sangre esperan a los pueblos una vez tomadas esas derivas. Instituciones republicanas y no caudillos, es lo que necesita Costa Rica. Cultura de ciudadanía y no refundaciones patrioteras. Aprecio por la historia nacional (críticamente investigada), pero también entusiasmo por el maravilloso nuevo tiempo que nos toca vivir.