Nervaliana

El vivo no habla,mucho menos escribe;es el muertoquien lo hace

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El sueño es una primera vida. Nacemos después de soñar en el vientre nocturno, en la plácida gruta estrellada donde nada la sirena. Allí flotamos y soñamos, ingrávidos, hasta que la fuerza del mundo nos atrae al parto, a la vigilia y al llanto. A partir de ahí, la vida será un segundo sueño y, para muchos, una pesadilla.

Lo que entonces se impone es despertar de la vigilia mecánica para retornar al sueño lúcido, pero para esto se requiere conocimiento o locura. Yo opté por el primero, en parte porque la segunda me despreció. Me hizo a un lado porque no quise gritar como ella, por no hacer caso de sus arrebatos patéticos. Y el resultado ha sido retornar a la transparencia del agua, al brillo lejano de la estrella y a la fijeza inmensa de la piedra.

Desde este centro ubicuo se contempla la proyección de la vida, las redes luminosas, los fantasmas de sueño y de vigilia que pasan raudos fingiendo existir. La sombra de mi cuerpo iluminado también pretende ser independiente, hasta que el ojo gnóstico de Kneph la deja sin espacio al mediodía.

Alas del sueño. Oigo decir a un necio que la muerte es la sombra de la vida, y a otro, que la vida es la sombra de la muerte. En realidad, son las dos alas del sueño. Cuando el halcón planea en lo alto, está fijo y activo, suspendido en el aire cálido. Su mirada traspasa la distancia y la luz. Así el sueño alto y claro, así mi ojo abierto cuando duermo.

Cada vez descubro que quien mejor escribe en mí es la parte muerta, la que ya no existe en la biología o en el tiempo inmediato, la que quedó atrás, como sombra desvalida de la memoria, traza reincidente, la que desde su limbo de olvido decide proyectarse en discurso y forma.

Vida y muerte no son opuestos (ilusión secular), sino grados en un rango de manifestación, de lo invisible a lo visible, del fundamento a lo aparente, de adentro hacia fuera. Cuesta expresarlo sin caer en simple metafisiquería. Vivimos muriendo instante a instante. Cada hora de vida nos acerca más al sepulcro. La tumba cierra el periodo objetivo y otorga el sentido final. No somos del todo hasta que morimos, cuando ya no somos esto.

Pensaba que era el médium por el cual hablaba el fantasma, pero también soy el fantasma, soy el muerto que sigue hablando en el vivo. El médium es el lenguaje, no mi cuerpo. De hecho, la única palabra que hay es la del muerto.

Muerte y sentido. El vivo no habla, mucho menos escribe; es el muerto quien lo hace. Es la muerte la que va dando sentido a la vida. En el caso del escritor, nunca estará más vivo que cuando esté muerto, cuando su cuerpo ya no exista y solo quede su trayecto de letra, letra muerta y palpitante, cuerpo de arcoíris semántico. Cuando ya no sea él (cuando ya no sea yo), sino lo totalmente otro.

Dejé mi patria para vivir más y morir mejor. Hace mucho tiempo. Pero la patria no me ha dejado a mí. Mi patria es la muerte, el valle abisal, el contraombligo estelar (digo esto sin dramatismo ni tragedia; ¿cómo quitarle a la muerte su velo oscuro para que los demás aprecien su brillo?). Por eso sigo vivo, porque la mejor parte de mí está muerta.

Cuando se cortó el cordón umbilical, la cuerda de plata, no salió sangre, sino tinta. Entonces morí a la vida y nací a la muerte. Por ello escribo, o la patria (se) escribe en mí. De nuevo el enigma, la incapacidad para expresarlo, tener que recurrir al sofisma o al jeroglífico para hablar del otro, al otro, para hacerlo hablar.

Pero si el otro soy yo, si yo soy irremediablemente otro, ¿dónde está el límite? En la palabra, más que en el cuerpo. Lo descubro cuando callo del todo. El silencio está en la base de la palabra, al final de ella, igual que la muerte, sin oponerse al verbo y a la vida. Nada más elocuente que el silencio, aunque no sepamos qué dice.

El autor es escritor.