Muros, movimientos y partidos

Solo la guerra tenaz y consciente al egoísmo que permea todo parece ofrecer una esperanza

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No es un cuadro alentador el panorama político mundial, porque al parecer nos debatimos entre lo anárquico, lo “seguro” y la cerrazón étnica-cultural. No es de extrañar que, mientras más avanzamos hacia sociedades pluriculturales e ideológicamente indefinidas, las figuras caleidoscópicas que reestructuran nuestro imaginario cotidiano desde las redes sociales y los mundos virtuales creados por Internet nos asusten.

Los avances tecnológicos en la comunicación nos lanzan sin tregua a un mundo sin reglas y sin límites. Vivir en ese contexto exige la ataraxia, cualidad que no hemos desarrollado las personas de media edad, pero que se hace exasperantemente presente en las generaciones más jóvenes.

Una rápida visita a mis amigos de la zona sur, campesinos de mente abierta y trabajo arduo, en medio de las celebraciones del FIA, me ha hecho evidente lo que mucha gente en la zona metropolitana siente, pero que difícilmente expresa: la aparente indiferencia por el caos social de las nuevas generaciones ¡nos preocupa, nos alarma, nos aterra! Y no porque creamos que esos críos sean malos o malintencionados; en absoluto, sus sonrisas, su debilidad y su afecto nos conmueven. Pero nos preguntamos qué será de su futuro, de su compromiso social y de sus definiciones personales. Estamos delante del producto inmediato de una comunicación sin filtros ni límites.

¿Qué se esconde detrás de esos rostros aparentemente inocentes, pero que sabemos que son la máscara de cerebros informados de manera no mesurada? Teniendo en cuenta los miles de interrogantes de los progenitores de estas nuevas generaciones, no es de extrañar las múltiples formas políticas en las que se expresa su desasosiego respecto a ellos: pensamos en su futuro, necesitamos encontrar un norte seguro.

Pero ¿dónde? ¿En las viejas formas políticas, que parecen sobrevivir a los vaivenes ideológicos gracias a su inserción en el aparato institucional que, si bien puede ser corrupto, garantiza al menos cierto grado de bienestar? ¿O habría que apostar por los nuevos movimientos políticos contestatarios, revolucionarios o anárquicos, que se proclaman defensores de los ciudadanos o portadores de una promesa liberadora? ¿O sería mejor conjurar a fuerza de muros las amenazas de quien se pretende enemigo de lo propio (como los migrantes lo son para muchos)?

Realidad cotidiana. Tantas preguntas y pocas respuestas, esa es nuestra realidad cotidiana. Tratamos de contestar de alguna forma, pero lo hacemos fundamentalmente desde lo afectivo, porque en nuestro mundo actual lo “racional” ha perdido credibilidad.

Esto explica por qué la opinión personal o pública se ha hecho tan basilar en nuestro sistema político. Sin embargo, se trata de una opinión que muchas veces no es razonada, en el sentido que no siempre tiene en cuenta las consecuencias que se derivan de su toma de posición.

Reaccionamos al instante, motivados por buenos sentimientos, pero no siempre lo que sentimos produce compromisos o visiones a largo plazo. Ese es nuestro error. Vemos oportunidades, no reparamos en los fundamentos que guían nuestras opciones y en las metas que queremos alcanzar.

Seguimos fallando a las nuevas generaciones porque no ahondamos en la profundidad de nuestra vida personal, familiar, comunitaria, social y política. No somos críticos de nosotros mismos, ni de nuestra cultura, ni de nuestros sentimientos. ¿Cuál es la razón de semejante opción?

A veces parece ser el sentido profundo de culpa que tenemos. ¿Acaso no hemos sido nosotros mismos los promotores de la indiferencia política? ¿No hemos sido nosotros los educadores de un hedonismo galopante? ¿Quiénes han hecho de Internet y las redes sociales lo que son ahora, sino los adultos? ¿Quién ha promovido el egoísmo del éxito sin fin, la idea del progreso y de la libertad sin confines, sino una generación que se ha sentido dueña de sí misma, sin que ninguno tenga el derecho a criticarla? ¿No han sido las personas de media edad las que han hecho posible la permanencia de los partidos y sus ideologías (aunque estas resulten tantas veces fachadas públicas y no realidades internalizadas)?

Consumismo. El mundo que hemos creado posiblemente ha sido fruto de una inercia poco atenta a los múltiples matices que las ideas sobre la libertad implicaban. Ha sido el cansancio por un consumismo desaforado y siempre sediento de nuevos clientes lo que ha creado la desazón en nuestro corazón.

Por otro lado, nos gusta ser consumistas, porque no podemos desprendernos del deseo incontrolable de ser quienes somos y de obtener lo que queremos. El problema más grande estriba ahora en que ha sido ese consumismo, llevado al extremo, lo que nos ha alejado de lo que realmente cuenta: nuestra capacidad de donarnos a otros.

Pensamos que debemos dar cosas, pero no nos percatamos de que nuestra persona y nuestro tiempo son los únicos bienes que merecen ser compartidos siempre. Por ello, buscamos otras formas, todas ellas menos eficaces, para paliar nuestros errores con las generaciones nuevas.

Y lo peor de todo, es que detrás de nosotros vienen esas personas jóvenes, emulándonos, porque no han aprendido a ser creativos en lo político. En ese caldo de cultivo que son los muros, los movimientos o los partidos, seguimos posponiendo nuestro crecimiento en la capacidad de desprendimiento, porque nos da miedo dejar de ser egoístas.

Juego. ¿No hay a la vuelta de la esquina alguien que quiere arrebatarnos lo que nos ha costado lograr? ¿No peligra nuestro bienestar a cada instante a causa de las nuevas políticas laborales de las empresas? ¿No es el crecimiento económico de nuestros países una especie de “juego de dados” que, de un momento a otro, puede hacer que perdamos la apuesta?

Claro está, la simple donación de uno mismo no exorciza las amenazas que están justo fuera de nuestra casa, pero puede crear una atmósfera propicia para destruir la ataraxia de frente al otro que esclaviza a las nuevas generaciones. Está claro que el éxito de semejante emprendimiento no está garantizado en absoluto.

¿Qué vía nos queda? Los muros, los movimientos, los esquemas ideológicos fijos o las estructuras institucionales atrofiadas no nos ofrecen verdaderas salidas alternativas. Solo la guerra tenaz y consciente al egoísmo que permea todo parece ofrecer una esperanza real. Pero hay que empezar esa lucha a partir de nosotros mismos, de nuestro yo más profundo.

El autor es franciscano conventual.