Moisés en Japón

Al corazón literario de una cultura no se llega si no se conoce la lengua original

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

De las diversas literaturas asiáticas, ninguna más frecuentada ni más cercana a mí que la japonesa. Mis primeras referencias fueron por medio del budismo zen que a mediados de los setenta del siglo pasado nacía en Costa Rica y que frecuenté por un tiempo.

Tal tipo de budismo tiene en la historia japonesa un gran número de poetas entre sus practicantes. Zen y poesía han solido caminar juntos. No obstante estas vislumbres, mi primera experiencia ya estrictamente literaria (narrativa, en este caso) fue con una antología de cuentos de Ryunosuke Akutagawa, célebre escritor de las primeras décadas del siglo XX, que se suicidó a los 35 años, dejando atrás una obra muy apreciada (el principal premio literario de Japón lleva su nombre).

El libro se titulaba El biombo del infierno, y fue publicado por la Editorial Costa Rica en 1979, en su Colección popular de literatura universal. Yo empezaba por entonces mis “dorados” veintes.

En la Universidad de Costa Rica, tuve como profesora a doña Hilda Chen Apuy, que de maestra se convirtió en amiga que a veces me convidaba a su casa a platicar de temas históricos, literarios, políticos también (pues esta es una veta que ella siempre ha tenido, el activismo humanista reformador pero no comunista).

Doña Hilda, aunque de origen chino, amaba críticamente a la cultura japonesa. Lo nipón estaba siempre presente en nuestros coloquios de café. Por entonces, comencé a leer a un autor a quien he seguido por más de tres décadas, Yukio Mishima, verdadero mar de fertilidad que parece nunca agotarse, aunque a doña Hilda parecía no hacerle mucha gracia, quizá por el bravío nacionalismo afascistado del escritor.

Ella prefería a Kobo Abe y me dio una novela suya que me deslumbró, La mujer de la arena, un relato kafkiano que hace palidecer al famoso Haruki Murakami de hoy y su Kafka en la orilla. ¿Para qué conformarse con lo bueno cuando existe lo mejor?

Otras experiencias. En México, conocí textos de otros autores como Junichiro Tanizaki, cuyos cuentos y novelas cortas y perversas me gustan más que sus balzacianas novelas largas. Inicié mi lectura del maestro de Mishima, Yasunari Kawabata, cuya Casa de las bellas durmientes queda como texto insuperado, pese a los esfuerzos de paráfrasis y adaptación de García Márquez en sus Memorias de mis putas tristes, que me causaron pena ajena.

Cuando fui estudiante de letras francesas, llevé un curso anual de literatura japonesa con Átsuko Tanabe, profesora, traductora y escritora no hace muchos años fallecida, quien amplió mis referencias del siglo XX y también hacia siglos anteriores a los modernos, con autoras como Sei Shonagon y su Libro de la Almohada o la señora Murasaki y su Historia de Genji, o bien, entre los hombres, Ihara Saikaku y sus narraciones eróticas de cortesanas, burgueses y samuráis que daban cuenta del “mundo flotante” japonés del siglo XVIII.

Átsuko me invitó a colaborar en la revista Japónica, y escribí sobre la novela de Kawabata y sobre las crónicas de viajes al Japón del viejo modernista “guateparisino” Enrique Gómez Carrillo. Con Átsuko se amplió y se sistematizó mi universo literario japonés.

Décadas han pasado desde entonces y continúo profundas amistades de lector con ciertos autores: Mishima, Kawabata, Akutagawa, tanto de relectura como de abordaje de nuevas traducciones. Se han incorporado otros amigos a mi canon personal, como ese oblómov japonés que fue Kenko Yoshida, ermitaño budista del siglo XV; Natsume Soseki, melancólico nirvanescente de entre siglos, y dos góticos, uno de principios del XX, Izumi Kyoka, pero sobre todo Ueda Akinari, mi non plus ultra nipón de fines del siglo XVIII, que escribió Cuentos de lluvia y de luna (Ugetsu Monogatari), y cuya adaptación cinematográfica parcial hizo Kenji Mizoguchi en 1953, con gran reconocimiento dentro y fuera de su país.

Gótico japonés. Ueda Akinari publicó su libro Cuentos de luna y de lluvia, considerado como la obra maestra del gótico japonés, en 1776, por el mismo tiempo que en Europa se desarrollaba tal género literario con las obras de Horace Walpole, Mathew Lewis y Ann Radcliffe, y sin que hubiera contacto alguno entre uno y otros.

La adscripción al género gótico de los cuentos de Akinari no es desacertada ni por cronología ni por espíritu ni por abuso crítico poscolonial. Eso sí, su gótico es distinto del europeo en que, aunque trabajaba con las mismas pasiones oscuras, no las vuelve pesadas ni sanguinolentas ni efectistas, sino que trabaja sus kwaidan o “narraciones extrañas” con fineza, elegancia y tersura, con mezcla de lo culto y lo popular, con un trasfondo budista original algo venido a menos, transmutado de enseñanza moral a horror estético, y que provenía de historias antiguas chinas y japonesas.

No obstante todo lo anterior (años de lectura, libros recorridos, nuevos autores o los mismos con otros textos), y pese a mi admiración y gusto por tal literatura, hay algo que me hace sentir fuera de ella y es el desconocimiento de la lengua.

Por mi experiencia al estudiar otras literaturas, como la francesa y la inglesa, sé que al corazón literario de una cultura no se llega si no se conoce la lengua original, por más y mejores traducciones que se tengan.

Esto siempre me ha hecho sentir como Moisés que contempla desde lejos la tierra prometida de Japón sin jamás acceder a ella. El año pasado tuve oportunidad de conocer el país, de recorrerlo, de visitar lugares de ensueño y de pesadilla (desde el monte Koya hasta Hiroshima), incluso llegué a la tumba de Ueda Akinari a rendirle cariñoso tributo de lector. Y, si embargo, aun pisando la tierra nipona, seguía siendo como Moisés, lejano, mudo, melancólico, al desconocer la lengua nativa.

El autor es escritor.