Misioneros enamorados de Costa Rica

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Fueron varias generaciones de frailes, venidos a Costa Rica en períodos diferentes, comenzando en 1946. A veces rudos, otras veces tímidos, cada uno era original e irrepetible en sus cualidades y personalidad. Eran gente que se hacía camino en su vocación por las zonas de Golfito, Palmar Sur, Ciudad Neily, Quepos, Moravia o Alajuela. Llegaron para convivir con personas muy diferentes de ellos, no solo eran emprendedores o aventureros, con una libertad que les dio la fama de liberales, eran también hombres de profunda fe y de convicciones firmes. Su mal español les caracterizaba, pero no por ello carecían de capacidades comunicativas. Algunos no los comprendían, otros los veían con esperanza, otros crearon resentimientos que todavía perduran. Así eran los misioneros franciscanos conventuales: hombres sin más, buscadores de autenticidad, experimentadores de humanidad.

Este 7 de marzo nos dejó el último de los frailes estadounidenses que llegaron a probar nuevos espacios de vida en Costa Rica. Fray Maury Marhafer no fue uno de los primeros, pero muchos jóvenes que frecuentaban nuestro Seminario Menor podrían hablar de él. No era el más extrovertido de los frailes, pero su silencio y sus rutinas metódicas eran proverbiales. Junto a personas como Fr. Eustaquio, Fr. Bertrand, Fr. Manus, Fr. Lucas, Fr. Tadeo, Fr. Felipe y tantos otros que nos han legado su herencia, fue uno de los artífices que han sentado la base de nuestra comunidad en Costa Rica.

Final de una generación. La muerte de Fr. Maury marca el final de una generación de frailes y nos hace entender que nos enfrentamos a un mundo nuevo. Recordar a esos frailes del pasado nos hace volver al tiempo de una Costa Rica que ya no existe, pero cuya memoria hay que recordar. Nombres de figuras claves de nuestra historia patria se cruzan con las narraciones de los pequeños momentos de la vida de estos frailes estadounidenses que conservamos y repetimos en nuestras tertulias los miembros de la Orden Franciscana Conventual. No es una casualidad, porque toda vida tiene que ver con el desarrollo de la sociedad, de sus prioridades y necesidades. Basta una simple ojeada a las fotos que testimonian ese pasado para darse cuenta del impacto que esos frailes, a veces de manera inconsciente, han dejado en nuestro país.

Educadores, párrocos, sacerdotes, hermanos de todos, se encontraban en ambientes tan diversos como Golfito y la Meseta Central, trataban con campesinos y con intelectuales de renombre, se encontraban con la élite de San José y saboreaban el gallo pinto en los pisos de tierra de nuestra gente sencilla. Sabían inculcar valores que vivían de forma natural y que fácilmente se hacían carne en las cosas simples de la vida. Muchas personas tuvieron que ver con ellos, sea que guarden buenos recuerdos o algunos que no lo son tanto. La severidad de esos hombres hablaba de templanza de carácter, de credibilidad humana y de sensatez, de búsqueda, de pecado, de gracia, de esperanza y de optimismo. No es fácil seguir sus huellas, porque a veces desconcertaban al más pío, criticaban al laxo o dejaban perplejo al que quería interpretarlo todo desde la pureza ideológica o histórica. En efecto, no es fácil dar cuenta del porqué de sus iniciativas, de sus silencios, de sus osadías o de sus aventuras. A veces nos parecen casi indomables, otras veces se nos antojan demasiado conservadores, la mayor parte de las veces locos de atar.

Pensándolo bien, nos resultan hombres provocados por el Evangelio, no esculpidos a partir de los estándares rígidos de la ortodoxia, sino piedras siempre en modelamiento bajo el cincel de los tiempos y de las exigencias de la propia consciencia y de las necesidades sentidas de los hombres y mujeres de su tiempo.

Sin hipocresías. No hay duda de que esos hombres, a pesar de su fuerte impronta norteamericana, de su individualidad defendida a ultranza, de sus gustos extravagantes y de su desgarrada simplicidad, supieron abrirse espacio en nuestros corazones. No eran proclives a ocultar sus defectos; al contrario, muchas veces los sabían reconocer. A veces, cuando tenían más vitalidad, trataban de justificarse, empero en la vejez sabían aceptar sus incoherencias como parte de su camino por la vida: muestra de la fragilidad de su condición humana, aceptada sin hipocresías o falsas pretensiones. Es cierto que eran rudos algunos de ellos, tal vez demasiado para las maneras amables de los costarricenses, pero en su trato se podía entrever el deseo de transmitir una idea sobre el futuro, sobre la vida y su definición concreta en cada persona. No en balde, monseñor Sanabria vio en ellos un signo de esperanza para iluminar el camino de nuestra educación.

Fr. Maury se nos ha ido y, con él, una generación singular de frailes. Este, por tanto, es un momento histórico para aquellos que hemos querido aceptar el estilo de vida de los frailes franciscanos conventuales. Es un momento para pensar en nuestra historia y para actualizar nuestros sueños. Pero también es un tiempo para tomar consciencia de lo que somos y de cómo nuestra vida no es inmune a lo que acontece a nuestro alrededor, ni es distante a las relaciones humanas que se entrecruzan en la sociedad a todos sus niveles.

Hombres con vidas plenas nos ayudan a entender que cada instante, que cada decisión, es el principio de un nuevo comienzo, de una oportunidad llena de novedad y de posibilidad para una verdadera libertad.