Mejor de cuatro patas

En el tiempointerestelarsomos apenasflor de un día

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Si la vida fuera un curso lectivo (en realidad lo es) y hubiera que evaluar hoy, del uno al diez, la conducta y rendimiento de sus actores, la humanidad reprobaría con un bochornoso cuatro. ¿Por qué? Muy simple. Si redujésemos a la escala de 24 horas los 13.700 millones de años del universo, los tres últimos segundos, protagonizados por el hombre, más parecen la cuenta regresiva de una bomba de tiempo que un instante glorioso de su paso por la vida.

Durante las primeras 23 horas, 59 minutos y 57 segundos, la naturaleza evolucionó normalmente al influjo de sus propias leyes físicas. Tras el Big Bang , del revuelo cósmico multicolor fue quedando una estela de mundos desparramados entre los que, como una gota azul contra el fondo inescrutable del firmamento, apareció en escena la Tierra.

Laboratorio. Desde entonces –hace ya 4.500 millones de años– el planeta ha funcionado como un laboratorio de prueba y error en el que su posición privilegiada dentro del sistema solar, las hecatombes de lava, gas y hielo, el manicomio atómico de las alquimias y el contrapeso gravitatorio de la Luna se confabularon para que, 800 millones de años después, de la nata cenagosa residual surgiera una burbuja que se movía y abría paso con motor propio. ¡Era la vida!

Lo que siguió después fue un alborozo expansivo de la existencia a través de células en plena bacanal reproductiva que daban paso a los primeros microorganismos y, luego, al reino vegetal y animal con mastodontes que copulaban 55 veces al día contra las laderas de las montañas y entre bramidos siderales cuyo eco aún resuena en las radiaciones cósmicas de fondo.

Así de espectacular era todo miles de millones de años atrás cuando la especie humana ni siquiera estaba en agenda. Todo nacía, todo crecía, todo reverdecía. Incluso, ante las cinco extinciones ocurridas, la novedad por la vida y el privilegio de ser siempre se sobrepusieron a la adversidad hasta que, bueno... su majestad el simio, antepasado nuestro, se bajó del árbol, se paró en dos patas y, entre dolores de rabadilla y tirones lumbares, se fue a rodar mundo bajo la sombrilla de un enorme signo de interrogación. ¡Éramos, ya, nosotros!

El tiempo y los hechos confirman ese momento como el gran “parteaguas” entre evolución y destrucción. Como la ruptura definitiva e irreconciliable entre naturaleza y linaje humano. A lo largo de los últimos doce mil años, el hombre civilizado se distancia y funda su propia naturaleza con sus propios códigos hegemónicos. La energía primigenia que había regido el orden natural se ve sorprendida por la energía desaforada, invasiva y violenta del hombre que no parecía dejar piedra sobre piedra hasta que este se da de nariz contra su peor enemigo terrenal: su excelencia la muerte.

Mientras hacía rato los otros seres habían resuelto ya, como especie, esa inexorable realidad, el ego humano no podía asimilarlo. Mucho menos tolerarlo. Era una afrenta. Una derrota. Es cuando decide arrebatarle también la muerte a la naturaleza para volverla sobrenatural y colmarla de divinidades que, entre volutas de incienso y querubines dándole duro al arpa, lo inmortalizaran porque no podía ser que muriera como los animales y las plantas. Él se sentía más; podía hacer el amor por iPad, freír un huevo vía satélite o apretar un botón y liquidar a todo un pueblo.

Al día de hoy, el resultado de la prueba es inobjetable. En lo material, devastó la naturaleza, y en lo espiritual, don dios dinero fue siempre primero. ¿De qué le sirvió cultivar la inteligencia y el conocimiento si perdió de vista lo más elemental: la solidaridad con su entorno y consigo mismo?

Por eso desde ya, huele a nueva extinción. Por eso el calentamiento global, el hambre, la contaminación, las pestes, la sobrepoblación, la escasez y las guerras se disputan hoy el honor de ser el tiro de gracia que acabe de una vez por todas con esta carajada.

Y, como en el tiempo interestelar somos apenas flor de un día, debemos estar a una millonésima de segundo del punto cero donde las amas y señoras son las bacterias.

No sé. A ratos pienso que nos hubiera ido mejor de cuatro patas. Y... ¿si nos devolvemos?