Los zapatos limpios

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Éramos bastantes y quedamos pocos. Con el pasar de los días, menos. Razón de vida que también de muerte lo es. Al sobreviviente, solo el recuerdo; en ocasiones, un detalle, como ahora con Alberto Garnier y los zapatos limpios. De esto hace tantos años que sorprende la permanencia de la imagen. No era tan solo su sonrisa agradable, cargada de contagiosa amistad. No, eran también sus zapatos.

En la escuela Juan Rudín, cuando teníamos nueve, diez años, de rigor, el uniforme sin mancha, las uñas cortas –que había que enseñar–, bien peinados y, sobre todo, los zapatos limpios. Ceremonia de revisión inmediata después de haber cantado en el patio escolar, alegremente, el himno nacional. Y así, todos los días, con seria disciplina que imponían educadores de verdad, como Judith Alpízar, maestra severa y muy querida.

Después ingresamos al Liceo de Costa Rica, y allí también con disciplina por el buen vestir. Al entrar, en la puerta, en ocasiones estaba el inspector, pero, siempre, el profesor Ramiro Aguilar revisando la buena presentación. Cuando notaba alguna falla, obligaba a corregir, ajustar la corbata, peinarse mejor y, con frecuencia, una rápida llamada de atención: “Le falta un botón del saco; por hoy puede pasar, pero, para mañana, el botón ha de estar allí, bien cosido”.

Impecable, Alberto ingresaba sin escuchar reprimenda, pero a mis espaldas retumbaron de vez en cuando las palabras aleccionadoras de don Ramiro: “¡Obregón, los zapatos!”.

Al final, cada cual marchó por el sendero que le marcó el destino. No obstante, a partir del cincuentenario, comenzamos a reunirnos anualmente, costumbre que mantuvimos durante casi veinte años más. En uno de estos encuentros, le comenté a Alberto aquel detalle de sus siempre limpios zapatos, y me respondió: “Obligación que me impuso mi padre, y de mi padre, mi abuelo, quien repetía que cuidáramos la buena presencia porque de eso dependía todo lo demás”.

Ahora, con la partida final de Alberto, regresa a mí aquella estampa con la insistencia de padres y maestros por la forma, por la buena presentación.

En las últimas generaciones, esta costumbre se ha perdido en nuestro país. El formalismo del buen vestir ha quedado atrás y, con él, todo respeto por valores y principios, por las buenas costumbres y sanas tradiciones. Yo no sé a partir de cuándo esto sucedió, pero pienso que desde el momento en que dejamos de preocuparnos y sentir orgullo por los limpios zapatos.