Las tierras a la deriva

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Soy un puntarenense de cepa, mi identificación personal se inicia con el número 6, nací y crecí entre botes y lanchas, el olor a gasolina, el cantar de las gaviotas y el dulce olor de la brisa salada rozándome la piel. En mi infancia, los oriundos de la provincia podían subsistir con los “ingresos del mar” y los trabajos ocasionales. Las personas que pudieron desarrollar su capacidad intelectual y cumplir el proceso de una educación universitaria, aspiraron a mejores oportunidades laborales y, por ende, a una mayor estabilidad económica.

Recuerdo a mis familiares “aprovechando” su dinero en felicidades etílicas momentáneas y desglosando sus aventuras de las faenas de pesca, en un bar de la esquina de mi “cuadra”. Esta era la provincia de la vida bohemia. Cuánto orgullo sentía el puntarenense cuando emanaban de su voz el lugar de su procedencia y su conocimiento de las actividades de pesca y de la extracción de mariscos. Esas eran las costumbres de una provincia para la que el desarrollo tecnológico y la escolaridad no eran tema importante, mientras existiera la posibilidad de ir a “echar las redes” o ir a traer moluscos.

Hacia las montañas. Pero, como todo en la vida pasa, los que venimos de generaciones un poco más recientes no tuvimos la oportunidad de disfrutar de las “buenas mareas y vientos favorables”, y nos tocó emigrar hacia las montañas del centro del país para buscar oportunidades, historias que pasan muchos jóvenes de la provincia y de zonas rurales, en busca de opciones para su desarrollo personal y familiar. La provincia que nutría de orgullo a todo un país por sus atardeceres, sus noches mágicas de amor, sus boleros, por las visitas de cruceros que llegaban a engalanar los amaneceres, el Paseo de los Turistas, el carnaval y las fiestas de la Virgen del Mar, pasó a ser una de las provincias con menores oportunidades laborales y sin opciones de crecimiento económico.

Esta generación porteña mira, atónita y escéptica, cómo a la “Perla del Pacífico” la secuestran la drogadicción, el narcotráfico, la delincuencia, el desempleo, la prostitución, la deserción escolar, la desintegración familiar y un sinnúmero de problemas sociales. Esto, ante la mirada indiferente y cómplice de gobiernos de partidos políticos tradicionales, que se acuerdan de la provincia cada cuatro años y que llegan nada más a “cortar cintas”, cuando hay alguna obra que inaugurar (si es que la hay). Las pocas oportunidades generan desempleo y, por ende, necesidad en núcleos familiares que muchas veces no tienen ni para darle un pan a sus hijos.

De acuerdo con los datos del último censo nacional,un 12,5% del total de la población económicamente activa (PEA) de Puntarenas está desempleada, mientras que un 23,6% de los hogares puntarenenses vive en la pobreza.

Promesas incumplidas. Esto pasa en una de las provincias a las que las promesas no les faltan en cada contienda política, y la inclusión de la palabra “desarrollo” parece distante de la realidad social y laboral. Los hechos no son aislados, la desigualdad puede ser hereditaria, pero es obligación del Estado generar las oportunidades de desarrollo de la población. Esto, por principio constitucional contemplado en la Carta Magna de 1949, y por un derecho humano innegable.

Los porteños nos sentimos “vacilados” por promesas sin cumplir y por planes de gobierno basados en ideas “huecas” y sin realidades palpables. El deterioro de Puntarenas es innegable y se respira en cada nueva visita que hago a mi provincia. Esta es la verdad que no se puede ocultar de las “tierras a la deriva”, y que los políticos mencionan cada vez que necesitan los votos para aspirar a puestos de elección popular. El porteño necesita volver a creer, crecer y a sentirse orgulloso de su provincia, pero no puede permitir que desde Zapote se lleven el sabroso olor del mar y los sueños e ilusiones de los hermosos atardeceres.