Las guitarras, la luna y la noche

La bohemia josefina se refugiaba en los poquísimos bares donde se presentaban los tríos y mariachis

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Aún resuenan en mi mente, a través de la niebla difusa del tiempo, los ecos de aquellas guitarras que arrullaban la luna y enamoraban la noche, mientras la madrugada se encogía de frío, en cualquier oscuro y desamparado rincón de la indefensa y temerosa ciudad de San José.

Aquellos guitarristas de mariachis y tríos que arrancaban con sus canciones suspiros y estertores, al palpar las fibras más profundas del alma, en cualquier cantina, rincón, parque o esquina de la hoy insegura, temerosa, restringida y casi extraña ciudad de San José.

La bohemia josefina de esos años se refugiaba en poquísimos bares donde se presentaban los músicos o se desperdigada en las aceras, bajo las altas cornisas de la noche.

Vienen a mi memoria la antigua soda Palace y la entrañable Esmeralda, donde “caía” todo el mundo a deshoras de la madrugada, porque la vida la derrochaban los mariachis, con sus rancheras machistas y lloronas; y los tríos, con sus pegajosos y mentirosos boleros, y alguno que otro guitarrista solitario, aferrado a la esperanza —casi marchita— de sus sueños sin fama ni gloria.

Quedan por lo menos el Meilyn, en plaza Víquez, y el centenario bar La Bohemia, donde aún se reúnen cantantes y músicos profesionales e improvisados para revivir aquellos lejanos tiempos de auténtico romanticismo.

Son pioneros inclaudicables del amor y el desamor, el remanente de la auténtica nostalgia, los sobrevivientes del feroz paso del tiempo, los pocos músicos que afortunadamente siguen siendo capaces de regalarnos una fresca bocanada de misterio y ternura cuando sus manos vuelan sobre las cuerdas de la guitarra como alocadas mariposas.

Como decía, ya son pocos, pero aún se encuentran músicos empecinados y bohemios, que transitan las noches como debería transitarse la vida: sin mayores pretensiones, sin esperar halagos ni responder lisonjas.

En todo caso, de las largas noches han aprendido a ser transparentes y humildes, compartiendo por los bares y cantinas los sueños mutilados de la gente simple.

La mayoría nunca estuvo en carteleras del Teatro Nacional y jamás fueron invitados a festivales de guitarra, pero cuando rasgan las cuerdas de su guitarra ¡los guitarristas académicos palidecen de sincera admiración!

¡Los alquimistas de la noche, magos del recuerdo y la nostalgia me hacen extrañar aquel San José pueblerino, casi aldeano, la entrañable ciudad de hace apenas unos cuantos años, cuando se podía salir de algún bar en San Pedro de Montes de Oca enfiestado y en plena madrugada!

Si la luna estaba bella, inspirada el alma y la conversación amena, se podía caminar seguro y con absoluta tranquilidad hasta el centro de San José para finalmente llenarse las pupilas de mariachis y tríos en la antigua Esmeralda o dando los buenos días al sol en la soda Chelles, en medio de noctámbulos soñadores y bohemios.

Hoy, entre tanto frenesí de “conciertos desconcertantes”, cómo hace falta en este tiempo de ilusiones de mentira transmitir a las nuevas generaciones el respeto y el aprecio por los pocos músicos que aún perduran en la deformada geografía de la bohemia nocturna y josefina, que todavía representan —no me cansaré de repetirlo— ¡un tiempo de infinita nostalgia!

De esa época nos llegan suspiros de amor enternecido, arrancados cuerda a cuerda, letra a letra, beso a beso, aunque la noche siga oliendo a orinal y la inseguridad amenace desde todos los rincones, pero es que también en este escenario brotaron amores, que comenzaron frívolos, ¡pero llegaron a ser eternos! Ahí nacieron portentosas historias de amor.

En lo que a mí respecta, no cambiaría un palco por una zona VIP, ni siquiera para asistir al mejor concierto, no cambiaría nada de nada por el maravilloso privilegio de escuchar a los músicos de la noche que aún por ahí reinventan con sus guitarras los antiguos senderos de una pasión olvidada, con la sencilla magia de su guitarra y su voz.

jvindasrod@outlook.com

El autor es poeta y músico.