Las claves de un arreglo

El acercamientoEE.UU.-Cubapresentavarios matices

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Las sorpresas diplomáticas raramente surgen por casualidad; todo lo contrario.

Por lo regular se producen tras largos períodos de valoración y negociación, en que las partes analizan sus realidades mutuas, ponderan sus recursos, valoran opciones, contrastan percepciones, intuyen contingencias, vislumbran posibles resultados y, finalmente, diseñan y ejecutan sus planes y transacciones.

Unas veces, el propósito es alcanzar lo mejor que sea posible; otras, impedir lo peor que, en ausencia de un acuerdo, parece inevitable.

A más delicados los factores en juego, mayor la discreción en que se desarrollan y el tiempo necesario para alcanzar resultados. Al final, la única verdadera sorpresa es el anuncio. Así ocurrió, por ejemplo, cuando el gobierno de Óscar Arias estableció relaciones con China o reconoció al Estado palestino. Así ha ocurrido con el acuerdo hacia una parcial normalización de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba.

¿Por qué se concertó ese arreglo? ¿Cuáles serán las consecuencias? La primera pregunta solo remite a los centros de poder que intervinieron en el desenlace inmediato: los Gobiernos de ambos países, cada uno representado por un reducido conjunto de actores. La segunda contempla un tercer protagonista, ausente en las negociaciones, pero determinante para lo que siga tras ellas. Se trata del pueblo cubano, principal receptor –y eventual potenciador– de lo acordado.

De la interacción de estos dos Gobiernos y un pueblo, dependerán las consecuencias finales.

Otros factores de peso también incidirán en el curso de los acontecimientos: Venezuela, América Latina, Europa y el Congreso estadounidense.

Los móviles de Castro. El acercamiento de Raúl Castro hacia Estados Unidos pretende evitar lo peor: el colapso económico de un país que, sin el flujo de petrodólares venezolanos, podría precipitarse en el caos.

Cuba apenas produce el 20 por ciento de los alimentos que consume; el resto debe importarlos, mayoritariamente, de Estados Unidos, siempre que pague al contado. Su deuda externa es infinita.

El ingreso de divisas está limitado al turismo, las remesas de los cubanos en el exterior, el azúcar, el tabaco, el ron y el níquel, así como del alquiler de profesionales en salud en condiciones de ofensiva explotación laboral, porque, en esencia, el Gobierno cobra en dólares y les paga en moneda sin valor de cambio.

La apuesta a la inversión extranjera ha fallado, en medio de la inseguridad jurídica, la desconexión total entre la economía externa y la interna, la dualidad monetaria, los precarios servicios de telecomunicaciones, finanzas e infraestructura, y un binomio entre control estatal y corrupción oficial que multiplica la incertidumbre.

Hace poco menos de un año, por ejemplo, Raúl Castro inauguró con grandes expectativas una enorme terminal de contenedores y una zona franca en el puerto de Mariel, cerca de La Habana. Lo acompañó Dilma Rousseff, presidenta de Brasil, que financió y construyó la obra. Hasta ahora, sin embargo, no ha sido anunciado ningún proyecto específico.

No debe extrañar, entonces, que la economía cubana dependa de los subsidios externos para mantener el grado de precaria subsistencia que la caracteriza. Antes los otorgaba la Unión Soviética; ahora, Venezuela. Pero esta tabla salvadora está a punto de hundirse, en medio del derrumbe en los precios del petróleo, su propio descalabro económico y crecientes riesgos de insolvencia. Es cuestión de tiempo para que el subsidio se reduzca drásticamente o, incluso, desaparezca.

En tales condiciones, la normalización diplomática con Estados Unidos es un acto de supervivencia inmediata que también genera importantes riesgos para el régimen.

Por ahora, el embargo no terminará: es producto de una ley, solo el Congreso podrá eliminarlo y Obama utilizó al máximo su capacidad de decisión ejecutiva para reducirlo al mínimo posible.

Según los cambios anunciados por Estados Unidos, aumentará el monto de remesas autorizadas; se facilitarán los viajes; los visitantes a la Isla podrán “importar” hasta un máximo de $400 cada uno; mejorarán los sistemas de pagos; se permitirá a firmas estadounidenses exportar algunos bienes de capital; y se iniciará un proceso que podría conducir a que Cuba sea borrada de la lista de “países promotores del terrorismo”. Esto, a su vez, le facilitará las transacciones financieras internacionales.

Además, Castro accedió a liberar a 53 prisioneros políticos y se acordó el regreso a Cuba de tres espías que guardaban cárcel en Estados Unidos, a cambio de un informante de la CIA y la repatriación, “por razones humanitarias”, del contratista estadounidense Alan Gross, que cumplía una condena en la isla.

Al día siguiente de hacerse público el acuerdo, el titular principal del diario oficial, Granma , fue “¡Volvieron!”, en referencia a los espías. Este fue, oficialmente, el hecho que debía destacarse, señal de que la normalización no es vista por Castro –ni se puede presentar al pueblo– como una gran “victoria”. Por tanto, era necesario, aunque muy poco convincente, definirla de otra forma.

Los objetivos de Obama. El presidente de los Estados Unidos dijo que si la política seguida por Estados Unidos hacia Cuba durante 50 años no había alcanzado los objetivos fijados, lo lógico era cambiarla. Tiene razón. Pero ese cambio va también orientado a otros objetivos. Tres son particularmente importantes.

El primero es evitar un colapso económico que conduzca al caos interno y, entre otras cosas, lance una ola humana descontrolada a través del estrecho de la Florida. Por algo fueron anunciadas conversaciones sobre migración, pero también terrorismo, ambiente, tráfico de drogas y hasta fijación de límites marítimos en el golfo de México. Es decir, Washington tiene interés en enmarcar con las reglas más claras posibles sus relaciones bilaterales en ámbitos clave.

El segundo objetivo es evitar que el embargo siga condicionando las relaciones entre Estados Unidos y varios países de América Latina. Hasta ahora, ha sido un factor distorsionante y distractor que, incluso, ha protegido al régimen de presiones para mejorar los derechos humanos. Aunque legalmente permanece, se verá debilitado, y la mayoría de las cancillerías del hemisferio, implícitamente, han equiparado la normalización diplomática con su fin; es decir, están interesadas en hacer como si ya no existiera, aunque siga vigente. De rebote, el Gobierno cubano ha perdido una fuente de victimización.

El tercer propósito de Obama es utilizar la apertura diplomática como un instrumento para incidir en la apertura económica y política en Cuba.

Su visión, explícita, es que el incremento en los contactos y el posible crecimiento del incipiente sector privado cubano conducirán a cierto empoderamiento de los grupos civiles frente al Estado, y que una eventual mejora en la infraestructura de comunicación potenciará los atisbos de crítica que asoman por las fisuras del control.

Para las etapas que siguen, Obama dispone de múltiples cartas para presionar por más cambios en la Isla. Podrá racionar sus concesiones en función de lo que Castro haga, trabajar con aliados externos –europeos e, incluso, algunos latinoamericanos– y utilizar –o no– su diezmado capital político interno para intentar que el Congreso de mayoría republicana levante totalmente el embargo. En todo caso, esto será prácticamente imposible antes de las elecciones del 2016, y Castro lo sabe.

El futuro del pueblo. El entusiasmo que ha generado la normalización entre una gran cantidad de cubanos en la Isla no es producto de un “triunfo heroico” frente a Estados Unidos, que nadie cree. Se funda en la esperanza de que haya un cambio real en sus condiciones de vida, y todos saben que debe pasar por profundas reformas internas.

Por lo pronto, los “verdugos” del norte se han convertido en socios posibles; la “resistencia revolucionaria” ha cedido ante la inevitable convivencia; el Gobierno ha aceptado discretamente la continuidad de un embargo edulcorado a cambio de otras medidas y ha accedido a reducir las barreras al intercambio humano, algo siempre peligroso para la lógica totalitaria.

A partir de ahora, la maquinaria de propaganda tiene ante sí la embarazosa obligación de adaptar sus textos y arengas “antiimperialistas” a la nueva y disonante realidad, y de buscar otras consignas para sustituir a las que se han hundido en el sinsentido.

Castro ya no podrá atribuir a factores externos la ineptitud y el carácter represivo del régimen. La noticia es oficial: el rey está desnudo.

Todo lo anterior, entre otras cosas, alimentará el cinismo generalizado de la población, la incertidumbre de los “cuadros” oficiales, la desmoralización de sus fuerzas de choque y, por ende, la capacidad de control estatal. Luego de transar con “el imperialismo”, cualquier otro cambio parece posible.

Las pocas organizaciones independientes activas en Cuba han comenzado a presionar, con sensatez, los límites en que han estado encerradas.

El 22 de diciembre, 29 representantes agrupados en el Espacio Abierto de la Sociedad Civil Cubana acordaron cuatro “puntos de consenso”, o peticiones, al Gobierno. En esencia, demandan cesar la represión política; respetar los pocos tratados sobre derechos humanos de las Naciones Unidas aceptados por Cuba y adoptar los demás; reconocer a la sociedad civil como interlocutora válida; y abrir espacios para el pluralismo político, incluyendo elecciones libres y competitivas.

Se trata de un umbral sumamente alto para la situación de poder actual en la Isla, pero nadie puede calificarlo de “subversivo” ni producto de “agentes extranjeros”, y permite crear un horizonte de aspiraciones con el cual identificarse en medio de diferencias de otra índole.

Tanto en esas organizaciones como en sectores académicos y de la oficialidad cultural, han asomado iniciativas para saltar sobre las barreras existentes para la expresión, la discusión y la organización independientes. Frenar su empuje será cada vez más difícil y, si el Gobierno optara por hacerlo, implicará una represión abierta que traería riesgosas consecuencias para su estabilidad.

Nada de lo anterior garantiza cambios más profundos y determinantes. Dentro del régimen existen sectores en extremo intransigentes, que podrían activarse para revertir el nuevo curso. La necesidad de supervivencia de la población es un poderoso factor de desmovilización política y social. La inercia del totalitarismo es aún muy fuerte, y Raúl Castro y su círculo más cercano harán lo posible por controlar los riesgos y utilizar los cambios a su favor: cambiar para que todo siga igual.

Sus opciones para frenar o retroceder, sin embargo, se han reducido, tanto dentro como fuera de la Isla. La dinámica que, por ahora, se perfila, es más favorable al pueblo que al régimen; a la apertura que al encierro; a la esperanza que al temor.

Con la normalización de relaciones, un nuevo “genio” ha salido de la lámpara; no por casualidad, sino por necesidad. Devolverlo a su encierro será en extremo difícil.