La trampa de la nostalgia

Mirar hacia atrás no nos acerca a lo que queremos, más bien al contrario

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MADRID – El orden mundial –y en particular su aparente ausencia– es hoy tema candente. El cuestionamiento obsesivo del futuro de las estructuras políticas y los sistemas globales nos asaetea en noticias, conferencias, desde la red y los programas televisivos de mayor audiencia.

Cunde la ansiedad. Se percibe una mutación: nuevos actores emergen en el escenario global, las otrora sacrosantas normas de conducta internacional son abiertamente violadas o cuestionadas, y una nueva ola de progreso tecnológico afecta a industrias y sectores enteros de la economía. Esta búsqueda de ordenación y certeza es un impulso natural en tiempos de cambios acelerados. Vagamos desazonados buscando pistas sobre hacia dónde evoluciona el mundo y qué papel vamos a desempeñar en él.

Identificar el camino mejor o más práctico resulta vital en estas circunstancias. Y el análisis del coste-beneficio y el pensamiento estratégico han de basarse en elementos fiables. El problema surge, así, cuando nuestro anhelo por la certidumbre sobrepasa lo racional conduciendo ideas y actos por sendas improductivas, o incluso peligrosas.

La tendencia actual a teñir de rosa el pasado es innegable. Ante la inseguridad política, económica, geoestratégica y social, numerosos dirigentes sucumben a los encantos de la nostalgia prometiendo una vuelta a un pasado idealizado en sus reglas y sus realidades.

En Rusia, el presidente Vladimir Putin actúa conforme a normas que parecen sacadas del concierto decimonónico de equilibrio de poderes en cuyo diseño cada gran potencia se proyectaría sobre una esfera de influencia. Como precisó en la última reunión del Club Valdai en octubre pasado, “El oso no va a molestarse en pedir permiso. Para nosotros, es el amo de la taiga”.

Por su parte, el Estado Islámico se remonta a un pasado aún más remoto. Sus adeptos abrazan una doctrina medieval propia del siglo IX y justifican en ella sus anhelos por restablecer ese califato en el que “se declara nula la existencia de todo emirato, grupo político, Estado u organización” al tiempo que imponen ejecuciones sumarias y esclavitud.

Pero Occidente también ha caído en la trampa de la nostalgia, al aferrarse a un orden basado en el imperio de la ley más propio de la segunda mitad del siglo XX, cuando Europa fundamentalmente establecía reglas e instituciones y decidía de su funcionamiento y aplicación. El último ejemplo de esta anacrónica perspectiva lo constituye el torpe –por no decir fracasado– intento de Estados Unidos de buscar apoyos para boicotear el Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras liderado por China, tras haber rechazado en repetidas ocasiones dotar de mayor peso a las potencias emergentes en las Instituciones de Bretton Woods.

La nostalgia también aflora en los asuntos internos de países de nuestro entorno. A lo ancho y largo de Europa, partidos populistas –desde el derechista United Kingdom Independence Party hasta la extrema izquierda de Syriza en Grecia– buscan el retorno a un pasado simplificado y presentado como feliz, en el que habrían reinado el proteccionismo y el cierre de fronteras. Mientras en Estados Unidos, una profusa jurisprudencia defiende los “propósitos originarios” de los padres de la Constitución, los Republicanos viran al aislacionismo y los Demócratas denuncian acuerdos de libre comercio.

Pero la nostalgia no aporta soluciones, tan sólo brinda un falso escape de la realidad. Mirar hacia atrás no nos acerca a lo que queremos, más bien al contrario. Nos aboca a fracasar en los retos –y a perder las oportunidades– que se nos presentan. Intentar promover intereses basados en las reglas del pasado es como tratar de resolver el crucigrama de hoy con las definiciones de ayer.

Hay que enfrentarse a ello: el mundo feliz al que muchos ansían retornar –previo a, digamos, la Unión Europea, Naciones Unidas o incluso a los Estados-nación– nunca existió en realidad. Como dijo Marcel Proust: “El recuerdo de las cosas del pasado no es necesariamente el recuerdo de las cosas tal y como fueron de verdad”. El pasado se simplifica y edulcora para retratarlo como superior a la confusión y a la miseria que caracterizan nuestro hoy.

Tradicionalmente hemos sido indulgentes con la nostalgia. Pero la palabra –del griego nostos (regreso a casa) y algos (dolor)– fue acuñada para describir un estado patológico de “aguda añoranza”. Podría resultar beneficioso retomar esta definición de la nostalgia, al menos en su manifestación política, como algo más cercano a una enfermedad: una alteración que distorsiona la realidad e impide la formulación de soluciones eficaces para los retos del mundo real.

Una visión del mundo que hunde sus raíces en el siglo XIX –y menos aún en el siglo IX– no puede ajustarse a las complejidades de nuestro mundo globalizado actual. Del mismo modo, el auge de nuevas potencias y actores no estatales significa que la creación de las reglas (y su infracción) no puede limitarse ya al reducido club de Occidente. Y la intensidad de la competencia global implica también que los países europeos no pueden esperar progresar cada uno por su cuenta.

Las ideas endebles se nutren de la falta de alternativas viables, de ahí la importancia de reflexionar sobre el orden mundial. Pero, antes que dejarnos arrastrar por la marea regresiva de la nostalgia, se impone entablar un diálogo constructivo sobre los retos a los que realmente nos enfrentamos y proponer ideas realistas y nuevas para encararlos.

Ana Palacio, exministra de Asuntos Exteriores de España y ex vicepresidenta primera del Banco Mundial, es miembro del Consejo de Estado de España. © Project Syndicate 1995–2015