La superstición de la ley

Para todo se recurre a las leyes escritas, a las que se les atribuye un poder mágico

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El colapso de la Unión Soviética y del resto de los regímenes comunistas que emergieron con pretensiones hegemónicas después de la Segunda Guerra Mundial, así como la progresiva evolución de China hacia un capitalismo de Estado, marcaron, a escala mundial, el fin del comunismo ortodoxo.

No obstante, aún subsisten, como reliquias del pasado, los regímenes de Corea del Norte, presidido por un dictador vesánico, y, en nuestro continente, los de Cuba y Venezuela, a más de otros menos definidos, pero de la misma tendencia, todos ellos, por lo general, permanentemente sumidos en un caos de contradicciones y agitación interna.

Estos fracasos no han traído como contraprestación una consolidación plena de la democracia, aun cuando es preciso reconocer que este es actualmente el sistema adoptado –al menos nominalmente– en la mayor parte del mundo civilizado.

En muchos países gobernados democráticamente –y el nuestro no es la excepción– también es patente la inconformidad, aunque por otros motivos: fundamentalmente, el desaliento, la frustración y la impaciencia ante la inoperancia de un aparato estatal maniatado por una maraña de muchas y complicadas leyes y una carísima burocracia improductiva, siempre susceptible de caer en la corrupción.

Democracia. El profesor Cyril Northcote Parkinson (1909-1993), autor de la famosa Ley de Parkinson, en su libro El Este contra el Oeste, llegó a afirmar que la democracia está generalmente reconocida como “una doctrina moribunda”.

No podemos compartir esa opinión, pues para no caer en la dictadura, evidentemente siempre habrá que darle alguna participación al pueblo en la escogencia de sus gobernantes, aunque, como lo enseñan reiteradas experiencias, el recuento mecánico de los votos no puede garantizar que siempre se obtendrán buenos resultados.

Para que la democracia no llegue a convertirse en un régimen que se ofrece en holocausto cada cuatro años, debe existir, previamente, un acervo espiritual intangible y unos principios fundamentales inalterables, que siempre deberán ser respetados por todos y cuya vigencia no puede depender de decisiones antojadiza de unos electores circunstanciales.

Este acervo espiritual es precisamente lo que se echa de menos en el momento actual en muchos países democráticos, y lo que hace tan peligrosas las decisiones coyunturales de un pueblo en el que, como sucede en nuestro caso, ha roto con sus más caras tradiciones que alguna vez le permitieron gozar de una general estima en el concierto de las naciones.

Peligro. La presunción de las generaciones actuales, su afán de romper con el pasado e innovar a toda costa; su falsa confianza en sí y el menosprecio a los valores tradicionales, es la mentira radical, que hace tan peligrosa nuestra democracia actual.

Andamos al garete, cuando los destinos del país se deciden simplemente en virtud de precarios acuerdos logrados a base del toma y daca de los partidos políticos, representados en una Asamblea Legislativa que es la arena en la que se libra diariamente una lucha de mezquinos intereses.

Como se han perdido las sanas costumbres y hasta las más elementales prácticas de urbanidad y buen trato, para todo se recurre a las leyes escritas, a las que se les atribuye un poder mágico y mediante las cuales se tiene la vana pretensión de regular hasta en sus más mínimos detalles la vida en sociedad.

El escritor ruso Aleksandr Solzhenitsyn, refugiado en los Estados Unidos e invitado como orador de fondo a la ceremonia de la graduación anual 327 de la Universidad de Harvard, cuando se esperaba que hiciera un cortés discurso, agradeciendo la hospitalidad recibida, hizo a un lado el protocolo y, con inusitada franqueza, advirtió del peligro al que se va deslizando la democracia más vieja del mundo, y las calamidades derivadas de una creciente conciencia humanista desespiritualizada e irreligiosa.

No puedo glosar ese memorable discurso en el breve espacio de este artículo periodístico, por lo que me limitaré a transcribir literalmente algunas de sus manifestaciones: “Hemos cifrado demasiadas esperanzas en las reformas políticas y sociales, solo para descubrir que se nos estaba privando de nuestra posesión más preciosa: nuestra vida espiritual”.

Al hablar de un inminente desastre para Occidente, advirtió: “Me refiero a la calamidad de una conciencia humana desespiritualizada e irreligiosa”.

Y remató su brillante alocución con este párrafo lapidario: “Si el mundo no ha llegado a su fin, se ha acercado ciertamente a un viraje de grandes proporciones en la historia, igual en importancia al paso de la Edad Media al Renacimiento. Nos exigirá un esfuerzo de ascenso espiritual: tendremos que elevarnos a una nueva altura de visión, a un nuevo nivel de vida donde nuestra naturaleza física no se considerará maldita como en la Edad Media, pero, por lo que es todavía más importante, donde nuestro ser espiritual no sea pisoteado como lo es en la era moderna”.

Con estas reflexiones de quien habla con absoluta autoridad, creo que debo concluir este comentario.

El autor es abogado.