La Sala Constitucional legisla

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No sé dónde leí, hace mucho tiempo, la transcripción del epitafio que alguien grabó en una tumba del cementerio de un pueblo colombiano: “Aquí yace Juan Melchor, que, estando bien, quiso estar mejor”. La moraleja o lección que podemos obtener es que no siempre obedece a sana prudencia tratar de sustituir una situación aceptable por otra que puede ser superior.

Aparente conflicto. Pensaba en esto ahora que se ha presentado un aparente conflicto interpretativo de preceptos constitucionales y leyes, tanto del Poder Judicial como de la Asamblea Legislativa. Se trata de una actitud cuestionable de altos funcionarios y políticos que, hace 25 años, se preocuparon de cambiar lo que estaba probado como bueno por lo que podría ser mejor.

Me refiero a las leyes de jurisdicción constitucional y de creación de la Sala Constitucional. Siempre tuvimos en Costa Rica disposiciones constitucionales que diseñaban una República con tres poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, que se repartían las áreas generales del Gobierno. Los representantes de los dos primeros, electos por el pueblo, y los del tercero, por los legisladores. Las costumbres de cambio que las diferentes etapas históricas impusieron, tenían que ver con la perspectiva histórica de apoyo nacional a ese sistema republicano y su mejoramiento, tanto como al respeto a la separación de poderes.

El artículo 105 de la Constitución Política afirma que “la potestad de legislar reside en el pueblo, el cual la delega, por medio del sufragio, en la Asamblea Legislativa. Tal potestad no puede ser renunciada ni sujeta a limitaciones…”. Esta potestad se acató tradicionalmente en nuestro país, así como la prohibición de renunciarla o restringirla. A nadie se le ocurrió nunca que tal potestad podría ser compartida con el Poder Judicial. Si alguien lo hubiera propuesto hace cien años, los buenos estadistas y jurisconsultos que entonces teníamos, lo habrían rechazado con sólidos argumentos democráticos.

Democracia representativa. La República que nuestros abuelos nos heredaron es la democracia representativa, la democracia liberal (contrapuesta a la democracia directa), fundada en la separación de poderes y en el sistema de pesos y contrapesos entre los diversos órganos del Estado. Característica fundamental de este tipo de democracia es que el orden político nace desde abajo, o sea, de esa vinculación a su origen y a una legitimación popular del poder.

Con la jurisdicción constitucional aprobada en 1989, estos principios que siempre formaron parte de nuestro derecho público fueron distorsionados al transmitir la Asamblea Legislativa funciones propias de su poder que son y deben ser irrenunciables y sin limitaciones. Violando tales preceptos, la jurisdicción constitucional delegó en la Sala Constitucional facultades legislativas (permitiéndole usar un poder político que solo la Asamblea puede poseer), al autorizarla para desechar leyes, reformarlas, anularlas, eliminar la norma del ordenamiento jurídico y toda otra ley que, como consecuencia de tal anulación, se le contraponga. Las resoluciones de La Sala Constitucional tienen carácter de cosa juzgada, es decir, que contra ellas no cabe recurso alguno, por lo que son de acatamiento obligatorio, sin excepción.

Al revés. “Antes –dice el profesor Gustavo Rivera, asesor de la Asamblea cuando tramitó esta ley de jurisdicción constitucional–, la acción de inconstitucionalidad fue pensada como un poder de policía del Parlamento sobre los jueces”. Ahora, podemos afirmar con acierto, se invirtió la intención para convertirse en un poder de policía de los jueces sobre el Parlamento. La ley vigente declara categóricamente que “no habrá recurso contra las sentencias, autos o providencias de la jurisdicción constitucional”, y que “la jurisprudencia y los precedentes de la jurisdicción constitucional son vinculantes erga omnes, salvo para sí misma”. O sea, Luis XIV: “El Estado soy yo”.

Legislar no solo es dictar una ley, sino también reformarla o anularla. Si tales facultades se les trasladaron a los jueces superiores, la Asamblea cometió un acto inconstitucional. En Costa Rica no hay nada más inconstitucional que los poderes otorgados a la Sala Constitucional, con el agravante de que nadie tiene facultad para declarar tal inconstitucionalidad, ni siquiera la misma Sala, porque, de hacerlo, queda disuelta. El mayor lío jurídico, democrático y de filosofía política que jamás se haya conocido en nuestro país.

Con el transcurso del tiempo, la Sala ha impuesto su criterio variando la recta interpretación de todo lo que debe entenderse por práctica democrática, al considerar como normal que los jueces puedan legislar y que lo dispuesto por ellos debe ser obedecido por los diputados, como lo afirmó recientemente mi amigo y compañero de política Antonio Álvarez Dessanti, al manifestar –olvidando que la soberanía reside en el pueblo y que él es su representante– que la Sala autorizó a la Asamblea para revocar el nombramiento de un magistrado, y que esa autorización no solo legitimaba a la Asamblea, sino que la obligaba a aceptar la solicitud –mandato– de la Corte Plena.

Titular de la soberanía. En alguna ocasión dije, y lo recuerdo ahora: “En una democracia verdadera, el más sabio de los jueces nunca podrá ordenar al más ignorante de los diputados, excepto por la comisión de un delito y por sentencia del juez penal competente”. Debe interpretarse de tal manera, porque el diputado es el titular de la soberanía nacional; el juez, no.

Y todo porque, en 1989, legisladores de buena fe se equivocaron pretendiendo cambiar lo bueno por lo excelente. Pensando en nuestro Aquileo, podríamos definir así este gran lío: “Lo más mejor a veces se convierte en lo más pior”.