La ruta de la fragmentación

Me temo que quedaremos condenados a tener presidentes cada vez más débiles

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El sistema político costarricense nos regala, desde hace ya década y media, en cada elección, un curioso espectáculo de disonancia cognitiva: pese a la generalizada insatisfacción con el desempeño de la Asamblea, a la aplastante evidencia de que la atomización legislativa no contribuye a la gobernabilidad y a las reiteradas advertencias de los principales partidos contra el quiebre de voto, el electorado insiste, con misterioso entusiasmo, en fraccionar la representación y en hacer cada vez más difícil la construcción de mayorías legislativas.

Las causas de este fenómeno son complejas y no viene al caso analizarlas aquí; van desde una profunda desconfianza en la clase política –que milita contra la idea de dar mucho poder a cualquier actor político, incluido el presidente– hasta la atomización del tejido social, que se ha ido deshilachando en pequeños nichos de interés.

La explotación electoral de estos filones, como la población evangélica o la que sufre de alguna discapacidad, ofrece múltiples oportunidades para construir carreras políticas.

Cualquiera sea la razón, la fragmentación creciente del sistema de partidos es uno de nuestros más serios problemas políticos y una de las causas más obvias de la disfuncionalidad de nuestras instituciones. Sus implicaciones, sin embargo, no han sido comprendidas a cabalidad.

No se ha interiorizado, para empezar, su carácter irreversible. Los nostálgicos que añoran un regreso al bipartidismo (aun con distintos actores que antes) y lo otean a la distancia antes de cada elección, no entienden, creo, la magnitud de lo sucedido.

Niveles de atomización. En las últimas dos décadas el nivel de fragmentación del sistema de partidos en Costa Rica se ha más que duplicado. El número efectivo de partidos –un indicador de la ciencia política para medir la fragmentación de los resultados electorales o la representación legislativa– da cuenta de esto: hemos pasado de 2,30 partidos efectivos en la Asamblea en 1994 a tener 4,92 hoy.

Del 2002 en adelante, hemos alcanzado los niveles más altos de atomización partidaria de nuestra historia, muy superiores a los vistos tras las elecciones de 1958 y 1974, los más elevados hasta entonces.

Eso no toma en consideración las deserciones que, con creciente frecuencia, sufren las fracciones legislativas en el curso de cuatro años ni sus divisiones internas. Si se incorporaran en el cálculo, los números serían mucho más alarmantes.

Esto no significaría gran cosa, de no ser por un dato adicional, que es la clave de esta historia: no conozco un solo caso de un sistema de partidos que haya experimentado un proceso de fragmentación acelerado y sostenido a lo largo de varias elecciones, que haya logrado revertirlo significativamente, ni siquiera echando mano a la ingeniería electoral. La fragmentación del sistema de partidos es como la entropía: solo marcha en una dirección.

Si lo anterior es cierto, la pregunta crucial no es cómo hacer para regresar al bipartidismo, sino cómo hacer para que los actores políticos se adapten productivamente a una fragmentación que no tiene retorno.

Empero, no percibo que sea esa la pregunta que se están formulando nuestros principales partidos, ni la suposición de base sobre la que operan: en distintos grados, todos siguen ilusionados con la vana esperanza de que pueden ganar solos la elección y, con un poco de suerte, hasta gobernar solos, haciendo negociaciones y coaliciones puntuales, cediendo poquito y por poquito tiempo.

Yo confieso mis serias dudas sobre ese análisis: lo que veo hacia delante es un escenario en que la atomización prevaleciente hará casi imposible que algún partido alcance mayoría legislativa o siquiera gane solo una elección en primera vuelta. Los números ya no dan para eso.

Me temo que quedaremos condenados a tener presidentes cada vez más débiles, obligados a construir todos los días mayorías legislativas imposibles, a un costo prohibitivo.

Presidentes elegidos, como el actual, en segundas vueltas de las que emergen con mandatos confusos, en los que se combinan abigarradamente adhesiones y rechazos, y que son, por ello, evanescentes y desprovistos de todo contenido accionable. ¿Qué sentido tiene ganar así?

Si los partidos no cambian drásticamente las suposiciones sobre las que operan, lo que nos aguarda es más de la disfuncionalidad presente, pero peor.

Compartir el poder. Es urgente que nuestros líderes políticos entiendan que la única forma de administrar la fragmentación política actual es haciendo coaliciones estables y dotadas de mandato electoral.

No hablo aquí de coaliciones esporádicas para hacerse con el directorio legislativo, sino de coaliciones forjadas explícitamente antes de la elección, sobre la base de un programa común y la vocación de compartir el poder una vez que se ganan los comicios.

Compartir el poder es, paradójicamente, lo único que les permitiría a los partidos ganar con una mayoría legislativa propia y un mandato electoral claro.

En otras palabras, lo que urge que nuestros líderes comprendan es lo mismo que entendieron los chilenos hace 25 años: hacer coaliciones estables es la única manera de no abandonar al país a la parálisis y la frustración.

Algunos ya lo entienden así. Me parece reveladora, por ejemplo, la decisión del PAC y el FA de hacer coaliciones locales. La conveniencia política de tales arreglos puede ser discutible (sobre todo para el PAC), pero la lógica del análisis que los fundamenta es incontrastable. Ojalá esto sea un aviso de lo que viene.

Las coaliciones estables serían un paliativo inmediato, pero no bastan. A largo plazo, la manera más eficiente de administrar un sistema de partidos fragmentado es movernos hacia un régimen parlamentario (donde el Ejecutivo emerge del Parlamento y se sostiene en el poder, en general, mientras tenga mayoría parlamentaria). A diferencia del régimen presidencial (como el nuestro, donde el presidente y la Asamblea se eligen separadamente y por plazo fijo), el régimen parlamentario crea poderosos incentivos para la formación y estabilidad de las coaliciones.

Hacia allá debemos transitar, teniendo cuidado, eso sí, de legislar para asegurarnos de tener los partidos disciplinados que son imprescindibles para que el parlamentarismo no se convierta en un carrusel de gobiernos, como en la Italia de la posguerra o la Cuarta República Francesa.

Y debe notarse que hablo específicamente de un régimen parlamentario y no, como se infiere del Informe de los Notables, de uno semipresidencial, que no combina lo mejor de ambas opciones sino, casi siempre, sus peores defectos.

Soy consciente de las enormes dificultades involucradas en lo que digo. Pero también tengo claro que si los actores políticos costarricenses insisten en aferrarse a las suposiciones que desde siempre han guiado sus decisiones, lo que les espera es un futuro con mucha más pena que gloria. No solo a ellos: también al país.

Kevin Casas es politólogo.