La mujer de Buda

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Decía Jorge Luis Borges que una de las razones de la buena recepción del budismo en Occidente estriba en el atractivo casi algebraico de la leyenda biográfica de su fundador, Sidarta Gautama, mejor conocido por su apelativo de Buda, el Despierto, el que salió del sueño de la ignorancia y la ilusión del mundo convencional.

Tras nacer como príncipe y ser vaticinado por un astrólogo que llegaría a convertirse en un gran soberano o en un gran asceta, su padre el rey (que por supuesto quería la primera opción) lo aísla del mundo en las mejores condiciones, lo rodea de todos los placeres para amarrarlo al mundo, lo casa con la mujer más bella (con la que tiene un hijo) y, pese a toda esta cariñosa e interesada confabulación, Sidarta sale un día de su magnífico palacio y tiene su triple encuentro con la enfermedad, la vejez y la muerte, las que desconocía en su gozoso aislamiento (la imposibilidad de esto muestra el carácter alegórico del relato). Dispuesto a dar cuenta de este triple sello de la existencia, una noche Sidarta abandona sigilosamente su palacio, deja atrás su cómoda vida y comienza su búsqueda espiritual, hasta su eventual “iluminación”, varios años después. Pasará el resto de su longeva vida (más de 80 años) compartiendo sus hallazgos metafísicos.

A diferencia de otras figuras religiosas masculinas, nacidas en la pobreza, Sidarta era rico, guapo, inteligente y poderoso. Disfrutaba también del placer corporal, no solo con su esposa, sino con las mujeres del harén (algo normal, según la convención social de entonces). La leyenda hace énfasis en su gran amor por su esposa y por su hijo y, de hecho, éste fue el último gran apego a vencer antes de lanzarse a la vida errante, al grado de que no se despide de ellos sino que los deja mientras duermen. El nombre de su hijo es ya simbólico: Rahula, el eslabón de una cadena, lo que amarra. La escena de Sidarta apesadumbrado, a punto de partir y observando a su bella durmiente con el hijo se volvió típica de la iconografía budista.

Hasta aquí todo muy bonito desde el punto de vista de Sidarta (alejamiento, búsqueda, iluminación). Pero yo me pregunto, ¿qué tiene que decir de todo esto su esposa, Yasodara? ¿Cómo tomó su abandono? Muy mal, por supuesto, pues ella había sido una esposa irreprochable. La tradición budista posterior incluso desarrolló todo un subgénero literario de inspiración popular que podríamos llamar “lamento de Yasodara”, en el que ella recrimina a Sidarta su abandono, y con toda razón, pues, para fines prácticos, había quedado reducida a la condición de viuda, que era lo peor que le podía pasar (incluso hoy en algunos sectores) a una mujer en la cultura india, al grado de que muchas optaban por lanzarse a la pira en que se quemaba el cadáver de su marido (el famoso rito de sati , que los ingleses abolieron en el siglo XIX). Ni siquiera el fuego liberador era posible para ella.

Cuando él, una vez iluminado, visitó el palacio para reencontrarse brevemente con su familia, ella no acudió a la reunión. El padre y el hijo sí lo hicieron. Sidarta tuvo que buscarla en su recámara, escuchar sus reclamos y conseguir la reconciliación. Lo logró y ella ingresó después a la orden monástica por él fundada, quién sabe si por convicción propia o porque no le quedaba de otra. También su hijo entró a la orden, pero su nombre no pasó a mayores, se perdió en el humo de los siglos, a diferencia de su madre, cuya historia, aunque manipulada, todavía se recuerda y se canta. En cualquier caso, la tradición asegura que muy pronto ella también alcanzó la iluminación y se volvió una bodisatva. Es probable, pero su camino para lograrlo fue muy distinto del de su famoso marido.

Tampoco se trata de proyectar extemporánea e ingenuamente al pasado de hace 2500 años nuestras actuales categorías eróticas y hacer de Yasodara una víctima del amor romántico, una Madama Butterfly del norte de la India. Con Sidarta o sin él, su condición como mujer en una sociedad tradicional era muy jodida, sin importar que fuera princesa, al menos de acuerdo con nuestros parámetros modernos y seculares.

Hoy, casi todo el mundo sabe de Buda o Sidarta y de sus hazañas espirituales pero ¿quién se acuerda de Yasodara, de su abandono, de su tristeza milenaria? Unos pocos, unas cuantas, y yo me cuento entre ellos. Así, quizá podría afirmarse que detrás de cada buda heroico siempre hay una buda triste. O parafraseando más prosaicamente a Manolito (el de Mafalda): nadie amasa una fortuna espiritual sin hacer harina a alguien más.