La morriña de García Márquez

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“¿Gallegos? ¡Gallegos somos todos!”. La frase, alta voz, corresponde a Gabriel García Márquez. Lugar: Centro Gallego de La Habana. Fecha: 8 de diciembre del 2007. El mito, el genio, el inmortal concurría a la conmemoración del centenario del himno de Galicia que, mundialmente, se escuchó por primera vez en el monumental edificio, jalón de orgullo que adorna a la capital cubana. Ancha placa en bronce, testimonio permanente del acontecimiento.

No todo se ha dicho/escrito –y mucho, merecidamente, se ha desbordado– sobre la figura fascinante del más grande fabulador de nuestro tiempo.

Muy amigo de Gabo, el escritor/diplomático Plinio Apuleyo Mendoza, también colombiano, relata en El olor de la guayaba (1982) anécdotas y vivencias compartidas con el premio Nobel de Literatura (1982) que afirmaba: “Mis abuelos eran descendientes de gallegos y muchas de las cosas sobrenaturales que me contaban provenían de Galicia”.

Confesó, además, que había escrito Cien años de soledad (1967) “usando el mismo método de mi abuela. Es decir, narrar las historias más extraordinarias, inverosímiles y conmovedoras con la cara de palo con que las contaba mi antecesora gallega, Tranquilina Iguarán Cotes”.

El universal hijo de Colombia, admirado en múltiples idiomas y razas, tenía pendiente una deuda con sus antepasados: visitar la tierra celta, oriunda fuente de encantamientos y meigas cuya riqueza imaginativa había contribuido a la verosimilitud de sus historias.

“Decidí regalarme en la realidad uno de mis sueños más antiguos: conocer Galicia”. Gabo, el festejado por Estocolmo y unánime júbilo en el mundo hispano/parlante, extenuado por homenajes continuados, firmas de libros y apariencias ante prensa, radio y televisión, se puso al habla con Felipe González, fresco aún en el mando: 1983.

Y La Moncloa preparó el secretismo del encuentro de García Márquez con el espíritu de sus leyendas en el terruño de los duendes y virtudes ancestrales. Un descanso de 72 horas, inadvertida presencia para los habituales peregrinos a Santiago de Compostela, pero no fecha en blanco para el nativo de Aracataca.

A posteriori, declaración en medios internacionales, Gabo aseguró que el Obradoiro compostelano es una de las tres plazas más impresionantes del mundo. Piedra, imaginación, arte, talento y devoción de siglos. “La ciudad –dice el escritor– se impone de inmediato, completa y para siempre, como si se hubiera nacido en ella”.

“Viendo llover en Galicia” ( como chove miudiño, como miudiño chove) es el artículo revelador de la estadía del padre de Macondo en la capital gallega. Después, epílogo, visitó las Rias Baixas para disfrutar de la variedad marisquera, inapreciable don gastronómico que generosamente generan las olas del Atlántico ante el rocoso litoral del emblemático Finisterre.

Nostalgia de Galicia. Para el aplaudido ilusionista del idioma, “la nostalgia de Galicia comenzó por la comida, antes de que conociese a la tierra”. Porque, amén de heredar historias, la cocina de la abuela dejó su sabor grabado en la memoria del paladar.

De García Márquez nos interesa todo, incluso sus malas novelas, que las hay. Gabo dejó en los anales de la humanidad y humanidades por lo menos dos obras en abierto parangón con la Biblia y Don Quijote. Son: Cien años de soledad y El amor en los tiempos del cólera. Nada se puede agregar al diluvio de detallados análisis sobre la primera. La segunda es una novela de eximio valor para la literatura que enamora.

Destilando la característica de la persona queda la ribera marginal. Gabo ofrece su espectacular obra, e interesa lo que el autor escribe, no lo que dice. Mario Vargas Llosa se distanció del inicial gran amigo por diferencias políticas y acaso por un atrevimiento del padre de la prosa fantástica con la esposa del peruano. Un ojo morado selló aquel incidente en una tasca de Barcelona. Pero el calificativo de “lacayo de Fidel” fue un dardo profundo que el más reciente nobel dejó clavado en la personalidad del también laureado colega recién fallecido.

La “galleguidad” parece ser el sutil, tal vez invisible, lazo de conexión García Márquez-Castro Ruz. Tampoco podría explicarse, políticos en las antípodas, las ayudas que en su día el gallego Francisco Franco otorgó, en la penumbra, al paisano, pero fracasado revolucionario de la Sierra Maes-tra. La morriñosa casta celta los reunía, a unos y otros, cual dos espaldas que, juntas, pegadas, se apoyan para subir y ponerse de pie. Sobrevive, precisamente, el que, alucinado, renegó de sus raíces y barrió el sudor de quienes, de andar honrado y creativo, hicieron de Cuba la perla de las Antillas.

Cuenta el escritor Carlos G. Reigosa que se reencontró con Gabo en Los Ángeles tras haber elaborado y publicado La Galicia mágica de García Márquez . Compartieron y rememoraron. Transcribo una parte, por lo anecdótico:

Dijo García Márquez: “¡Ah, gallego, gallego! ¡Los gallegos somos los seres más testarudos del mundo! Se lo he dicho muchas veces a Fidel Castro que, como buen gallego, es de una terquedad ilimitada”.

La conversación entre los dos narradores le dio varias vueltas, aquel día, a la abuela gallega transmisora de las heredadas historias del nobel colombiano.

¿Dónde está Galicia en la narrativa de García Márquez? Pregunta para el mago hechicero de relatos clásicos. “En la forma de contar”. Lo dijo él, maestro del realismo mágico, al que inspiró la prodigiosa imaginativa de Álvaro Cunqueiro (1911/1981), gallego de Mondoñedo.