La libertad, un antídoto efectivo contra la desigualdad

La regulación estatal dificulta los medios para que la gente genere trabajo

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A medida que nos adentramos en el siglo XXI, la desigualdad es un problema que va generando un intenso debate político en las democracias capitalistas del primer mundo, donde actualmente se discute sobre las causas del aumento de la inequidad económica y el nivel de intervención necesario por parte de los Estados para combatirla.

Es un hecho, la desigualdad está creciendo en casi todas las economías capitalistas posindustriales. El capitalismo es, visiblemente, un sistema imperfecto porque refleja la naturaleza del ser humano, que es básicamente imperfecta.

Sin embargo, a pesar de lo que muchos piensan en la izquierda, esto no es el resultado de la falta de regulación política, ni es probable que la regulación pueda revertirlo, es un problema más profundo e intratable por la política.

La desigualdad es un fruto infranqueable de la actividad capitalista, simplemente porque algunos individuos y comunidades tienen o crean mejores condiciones que otros para aprovechar las oportunidades de desarrollo y progreso que ofrece el capitalismo. Y el intervencionismo estatal solo resulta una cura peor que la enfermedad.

Al mismo tiempo, a pesar de lo que muchos piensan en la derecha, este es un problema que afecta a todos, no solo a los que viven una realidad que amenaza su sustento y seguridad o a los que están ideológicamente comprometidos con el igualitarismo, porque, si se deja sin tratar, el aumento desproporcionado de la desigualdad y la inseguridad económica pueden deteriorar el orden social y generar una reacción populista contra el sistema capitalista en su conjunto.

Esto sería el más nefasto de los escenarios, tanto para los que creen firmemente que la emancipación económica es el motor idóneo para el desarrollo y la libertad de las naciones, como para aquellos que piensan lo contrario.

Porque aunque el pundonor ideológico les impida –a estos últimos– admitirlo, la expansión del capitalismo ha generado un salto colosal en el progreso económico, lo que ha llevado a aumentos antes inimaginables en los niveles de vida materiales y el cultivo sin precedentes de todo tipo de potencial humano, y esto es irrefutable.

Las redes del Estado. La desigualdad es también un fenómeno que se intensifica exponencialmente por las redes que el Estado tiende sobre el capitalismo y que impiden la elasticidad necesaria para que muchos ciudadanos se ganen el sustento decentemente.

La regulación estatal excesiva en la economía capitalista es un acto de injusticia que traba, oxida y dificulta los medios para que la gente encuentre o genere trabajo, y que de rebote los condena al fracaso, al hambre o al retroceso.

En varios países del mundo –incluido el nuestro–, existe una creciente tendencia a la intrusión del Estado, que se solapa en regímenes impositivos depredadores de las actividades empresariales y profesionales, en trámites burocráticos excluyentes, en las (mal) nombradas leyes de protección al trabajador, los sistemas proteccionistas, los subsidios de jubilación piramidales fraudulentos y la monopolización de sectores fundamentales para la libre evolución del capitalismo, medidas que no son más que el disfraz de la ineficiencia, la explotación y el pillaje más desvergonzados.

El salvavidas capitalista. A pesar de los nubarrones de la desigualdad, debemos de recordar que la economía de mercado ha demostrado con creces su superioridad contra las calamidades de los sistemas socialistas y los Estados benefactores keynesianos que han causado trastornos en tantos países pobres.

Y más importante aún es recordar que desde la globalización del capitalismo, las regiones del mundo en desarrollo que aplicaron inteligentemente las recetas económicas de apertura de mercados, privatizaciones, reducción del déficit y estímulo a la inversión han crecido a un ritmo promedio anual del cinco por ciento, y, en estos últimos treinta años, han sacado de la pobreza absoluta a más de 800 millones de personas entre Asia y América Latina.

Según mi parecer, el intervencionismo estatal recalcitrante que proponen economistas como Tomas Piketty es una manera errada de abordar el asunto de la desigualdad.

La supuesta redistribución del ingreso de la parte superior de la economía hacia el fondo es desacertada.

Con el tiempo, las mismas fuerzas que conducen a una mayor desigualdad se reafirman y requieren una redistribución más vigorosa, con lo que en algún momento la redistribución produce animadversión importante e impide que actúen las fuerzas del mercado, que son el carburante del crecimiento económico capitalista alrededor del mundo.

Sin incentivos económicos simplemente no hay motivación empresarial.

Una inyección de libertad. El eminente economista Amartya Sen, premio Nobel 1998, sostiene una idea más prudente y prometedora.

Según Sen, el objetivo del desarrollo “no es el bienestar económico, sino crear los mecanismos que impulsen la libertad de los individuos para asegurarles un mejor vivir”, visión totalmente pertinente ante la idea generalmente aceptada por algunos economistas contemporáneos, de que el desarrollo de una nación debe medirse por sus niveles de ingreso, su producto interno bruto, la pujanza de sus industrias o, en otras palabras, por todo lo que resulta meramente afín a la creación y distribución de la riqueza.

Todavía se está a tiempo de acabar con la desigualdad, o, al menos, de reducirla a su mínima expresión con inyecciones certeras de libertad que se traduzcan en la emancipación de la economía de los brazos asfixiantes de la burocracia estatal, hasta hacerla accesible también a los más pobres, y no solo a quienes, gracias a su poder económico o su influencia política y social, están en condiciones de arrojarse las ventajas que ofrece el capitalismo.

Debemos crear redes que no atrapen, sino que contengan a los que menos tienen, por medio de la educación y la innovación económica y tecnológica continuas, que beneficien a todos.

Este es un panorama más promisorio que aquel de poner áncoras y contrapesos a la nave capitalista, que, a pesar de las contrariedades, sigue navegando viento en popa, produciendo beneficios enormes y una estela de oportunidades para desarrollo del individuo y de la sociedad, que ninguna propuesta socialista podrá igualar.

Luis Poveda D. es escritor y consultor.