La humilde nobleza de Elie Wiesel

Nada debe distraernos de la tarea sagrada de salvar cuanto podamos de memoria y esperanza

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PARÍS – La historia comienza en un mundo que ya no existe, en las fronteras de Rutenia, Bucovina y Galitzia, lugares olvidados que fueron la gloria del imperio de los Habsburgos y del judaísmo europeo. Setenta años después, todo lo que queda de ese mundo es palacios en ruinas, iglesias barrocas vacías y sinagogas arrasadas que nunca se reconstruyeron. Y ahora se quedó sin uno de sus últimos testigos: Elie Wiesel.

Wiesel sobrevivió a la aniquilación de ese mundo, y la transformó en un segundo nacimiento, para dedicar su vida, en temor y temblor, a la resurrección de los que perecieron. Eso es, en mi opinión, lo que se destaca en la vida del autor de La noche y Mensajeros de Dios.

En los años que siguieron a 1945, Wiesel se codeó con los más grandes entre los grandes. Se granjeó la misma admiración, vasta, mundial, perdurable, que Yehudi Menuhin. Pero nunca dejó de ser ese yehudi, ese judío común y corriente, ese sobreviviente al que el corazón se le aceleraba al pasar por la aduana, en Nueva York o en París.

Wiesel se puso una tarea al mismo tiempo imposible y categórica: convertirse en mausoleo viviente, cenotafio, de los mendigos de Sighet, de los jasidistas del gueto en su rigidez cómica y de incontables compañeros del campo de exterminio que, ante el silencio de Dios, recitaron el kadish para su propia muerte. Para hacerlo, solo tenía su lengua, y ni siquiera su lengua materna, sino el francés que aprendió a los quince años en un orfanato para niños deportados y al que más tarde convirtió en su violín. Sin Wiesel, incontables vidas reducidas a humo y cenizas se hubieran perdido sin rastros.

No sé si fue un “gran” escritor. Pero estoy convencido de que, como Benny Lévy, otro amigo, Wiesel creía que un judío como él no viene al mundo para dedicarse a la literatura como profesión.

La obra de Wiesel no tiene ni la inaccesible sublimidad de Kafka, ni la potencia paradójicamente majestuosa de Proust. Quizá le falte la gracia lacónica de Paul Celan, que escribió que en el país que compartieron, no hay más que libros y hombres.

Pero es uno de los pocos que dijeron lo indecible de los campos. Comparte con Primo Levi e Imre Kertész (¿y cuántos más?) el terrible privilegio de haber sentido sobre su frágil silueta el peso de seis millones de sombras tratando de ganarse un lugar casi imperceptible en el gran libro de los muertos.

Tal vez su otra gran virtud sea haber dejado en claro, por medio de su obra, y con ella en las mentes de aquellos a quienes inspiró, que la oscura memoria de esa anomalía que fue el Holocausto no excluye (de hecho, que el Holocausto exige) la más firme solidaridad con las víctimas de todos los genocidios.

Veo a Wiesel en 1979 en la frontera de Camboya, donde lo conocí, con su típica mata de pelo azabache volada sobre el rostro largo y enjuto. Fue la primera persona a la que oí teorizar sobre la triste imbecilidad de los que se dedican a la victimización competitiva, a los que insisten en que debemos optar por nuestros propios muertos: judíos o jemeres, mártires de este genocidio o de aquel otro.

Lo veo siete años después en Oslo, donde lo acompañé a recibir el Premio Nobel que tanto quería. De pronto veo que su rostro se ensombrece, como si lo embargara una angustia inexplicable. En su expresión, que pasaba fácilmente de la alegría, el regocijo y la traviesa inteligencia a la infinita tristeza de los que nunca se recuperarán de haber visto lo peor que el ser humano puede hacer, la segunda claramente había vencido.

“El Premio Nobel”, dijo pensativamente; “desde ahora seré un premio nobel; pero hay un solo título que importa, que es rebbe (maestro), y eso no lo soy. Sé que soy y siempre seré el alumno del rebbe y nada más”.

Luego recuerdo la última reunión de Wiesel con François Mitterrand, la Esfinge, el Maquiavelo del Elíseo. En sus encuentros anteriores, ícono frente a ícono, el paisano de Sighet y el burgués de Charente, se habían trabado en largos y profundos intercambios que, creo, tal vez hayan despertado cierto afecto mutuo. Bajo el poder del presidente, Wiesel creyó redescubrir algo parecido a la piadosa solicitud de su tocayo, François Mauriac, que lo tomó bajo su protección al regreso de Auschwitz, y en cuya compañía Wiesel sintió que había ayudado a mitigar las tensiones milenarias entre judíos y cristianos.

Pero entonces, en esa última reunión, Wiesel se fue enterando, con cuentagotas, de que Mitterrand, el príncipe marista, se fue tranquilamente a jugar al golf el día en que su fiel lugarteniente, Pierre Bérégovoy, se suicidó, y de que siguió defendiendo hasta el último momento a René Bousquet, jefe de policía del régimen de Vichy y entregador de judíos. ¿Lo habían engañado, o cooptado? Ya conocía judíos cortesanos; pero ahora era a él a quien habían consagrado como judío oficial. Al parecer había olvidado la implacable máxima del Pirkei Avot ( Ética de los Padres ): “no busques intimidad con los que mandan”. Los Padres sabían que la tentación de esa consagración es un engaño y una trampa.

La grandeza de Wiesel fue que nunca dejó de ser, en cualquier circunstancia, uno de esos humildes judíos a los que consideró la corona de la humanidad. Su nobleza consistió en que incluso tras vestir la túnica del hombre de letras, nunca olvidó la lección del rebbe de Vizhnitz, de que llevaba sobre sí el peso de aquellos que, engalanados de caftán y sombrero de piel, habían querido ser tan elegantes como los nobles polacos que mandaban los pogromos contra ellos.

Y creo que no hubo un día en la larga vida de Wiesel, el intelectual galardonado al que honraban grandes universidades y consultaban presidentes, en que no pasara al menos una hora ante una página del Talmud o del Zohar, sabiendo que al principio no entendería una palabra, pero que ese era el precio del único galardón verdadero.

Es lo que su pueblo hacía en Sighet esperando la llegada del Mesías. Y es lo que hacemos hoy, cuando comprendemos que ni Camboya, ni Darfur, ni las masacres en Siria, ni la necesidad de extirpar, sea donde sea, la bestia que duerme en el hombre deben distraernos de la tarea sagrada de salvar cuanto podamos de memoria, sentido y esperanza.

Esa es la lección de Elie Wiesel. Ojalá nos sirva de guía en un tiempo cargado más que nunca de crimen, distracción y olvido.

Bernard-Henri Lévy es uno de los fundadores del movimiento “Nouveaux Philosophes” (Nuevos Filósofos) y autor de, entre otros, el libro “Left in Dark Times: A Stand Against the New Barbarism” (“La izquierda en tiempos oscuros: una toma de posición contra la nueva barbarie”). © Project Syndicate 1995–2016