La heteroparentalidad y el bien de los niños

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En su libro The Straight Mind: And Other Essays , en 1978, Monique Wittig analizó la heterosexualidad, no como una variante más de la sexualidad humana o una práctica sexual particular, sino como un régimen social, político y económico, con afán disciplinario, jerarquizador, normativo y universalista que afecta todas las relaciones sociales.

Este régimen se basa en sostener que la oposición hombre-mujer (ideología de la diferencia sexual) es el instante que funda una cultura, de la cual depende esa civilización y de la que se desprenden significados relativos a la administración de los cuerpos y la gestión calculada de la vida. Lo que Foucault llama “la verdad de los sujetos”, sus posibilidades e ideales: dos sexos, dos géneros, dos cuerpos, y la noción de complementación. La heterosexualidad ya no es opción, sino destino, verdad y vida.

El debate sobre el matrimonio igualitario y la diversidad familiar deja al descubierto un vacío sobre otro debate jamás aclarado (por tenerse como ideal y como evidencia antropológica en relación con la naturaleza humana y el orden simbólico) es el relativo a la heteroparentalidad y su relación con el bienestar o interés superior de la niñez.

Por décadas los estudios científicos interdisciplinarios de las más prestigiosas universidades han enfocado sus investigaciones sobre la homoparentalidad y otras manifestaciones relativas a la diversidad de formas de organización y reconocimiento familiar; sin embargo, las investigaciones sobre la heteroparentalidad, como objeto de estudio, son casi inexistentes.

Violencia y abandono. Paradójicamente, sí existe cuantiosa literatura sobre familias homoparentales y transparentales, relativa a la capacidad de estos adultos para ser padres, así como el desarrollo psíquico y la calidad de vida de sus hijos. Estas investigaciones, minuciosas y exhaustivas, analizaron todo: autoestima, identidad y comportamiento sexual, inteligencia e integración escolar. Sin embargo, cuando se trata de familias heteroparentales, no existe problematización científica alguna.

Así las cosas, no tenemos teorías para analizar, con la misma perspectiva, a las familias heterosexuales. La heteroparentalidad aparece, a la vez, como evidencia y como autoridad incuestionable. Se parte del argumento de que la diferencia sexual garantiza la correcta estructuración psíquica del infante, y las condiciones ideales para su bienestar, desarrollo y felicidad; la heterosexualidad se convierte en un instrumento civilizatorio.

Desde esta lógica, uno pensaría que el ambiente dentro de las familias heterosexuales es de un nivel de bienestar tal que no amerita ninguna investigación. Sin embargo, los datos arrojan realidades distintas. Solo en el 2013, según el PANI, se atendieron a más de 30.000 niños por maltrato infantil en sus círculos familiares. A ello se suman los seis menores que ingresan al Hospital Nacional de Niños diariamente.

A pesar de ser un modelo antiquísimo, parece que eso ha servido poco para debilitar la violencia sexista que provoca decenas de femicidios al año, y los 1000 casos de abandono hacia adultos mayores que registra el Consejo Nacional de la Persona Adulta Mayor.

Según un estudio del Centro de Investigaciones Innocenti de la Unicef, el 80% de los infantes del mundo son “educados” a través del maltrato físico y variados tipos de violencia, donde la concepción tradicional de autoridad y roles sociosexuales los colocan en una situación de riesgo constante. Es tanto así que, estadísticamente, las posibilidades de agresión a los menores llegan a presentarse en el entorno familiar con mayor frecuencia que en otros sitios.

En definitiva, afirmar que la orientación sexual –sea heterosexual, homosexual o cualquiera otra– garantiza el bienestar y el interés superior del infante, por encima de los valores humanos como el acompañamiento, amor, entrega, etcétera, es en realidad un absurdo, sustentado únicamente en el pensamiento heterosexual y los esencialismos.