La guerra sin fin de los Estados Unidos

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NUEVA DELHI – Es oficial: Barack Obama, presidente estadounidense y premio nobel de la paz, está en guerra nuevamente. Después de derrocar al dirigente libio Muammar Kadafi y bombardear objetivos en Somalia y Yemen, Obama ha iniciado ataques aéreos en el norte de Irak, con lo que declara efectivamente la guerra al Estado Islámico, decisión que implicará transgresiones al Estado soberano sirio, aunque en vías de desintegración. En su afán de intervenir, Obama está ignorando otra vez el derecho internacional y el de su país, pues no ha solicitado la aprobación ni del Congreso estadounidense ni del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

El predecesor de Obama, George W. Bush, lanzó la llamada “guerra contra el terrorismo” para derrocar a grupos que, insistía, querían “establecer un imperio radical islámico que abarcara desde España hasta Indonesia”. Sin embargo, la invasión y ocupación de Irak emprendida por Bush fue tan polémica que fracturó el consenso global sobre la lucha contra el terrorismo. El centro de detención de Guantánamo y la entrega y tortura de sospechosos se convirtieron en símbolos de los excesos de la guerra.

Después del arranque de su gobierno, Obama trató de introducir un tono más apacible y sutil. En una entrevista en el 2009 señaló que “el lenguaje que usamos importa”, redefinió la guerra contra el terrorismo como una “lucha” y un “desafío estratégicos”. Sin embargo, el viraje retórico no se tradujo en un cambio de estrategia, y la Administración Obama dejó de lado las meras inquietudes de seguridad y pasó a las actividades antiterrorismo para imponer intereses geopolíticos más extensos de los Estados Unidos.

Así pues, en lugar de considerar que la eliminación de Osama bin Laden en el 2011 era el fin de la “lucha” contra el terrorismo iniciada por Bush, la Administración Obama aumentó la ayuda a los rebeldes “buenos” (como los de Libia), mientras que perseguía con más vehemencia a los terroristas “malos” mediante, entre otros medios, un programa “focalizado de asesinatos”. Sin embargo, cuando se habla de actividades terroristas, es difícil establecer esas diferencias.

Por ejemplo, en un principio Obama puso al Estado Islámico en la categoría de los “buenos”, pues minaba el régimen del presidente sirio Bashar al-Assad y los intereses de Irán en Siria e Irak. Su postura cambió después de que el Estado Islámico amenazara con invadir la capital regional kurda de Irak, Erbil, sede de instalaciones militares, diplomáticas, de negocios y de inteligencia estadounidenses. Súmense las decapitaciones de dos periodistas estadounidenses, y el equipo de Obama repentinamente estaba usando la retórica de Bush, y declaraba que los Estados Unidos estaban en guerra con el Estado Islámico “de la misma manera que estamos en guerra con Al Qaeda y sus afiliados en todo el mundo”.

Ahora hay el riesgo de que la guerra contra el terrorismo de los Estados se convierta en una guerra permanente contra una lista creciente de enemigos, a menudo creados inadvertidamente por sus propias políticas. Así como el apoyo encubierto a los rebeldes antisoviéticos en Afganistán en los años ochenta contribuyó al surgimiento de Al Qaeda –algo que Hillary Clinton reconoció cuando era secretaria de Estado de Obama–, la ayuda que los Estados Unidos y sus aliados ofrecen a los insurgentes sirios después de su surgimiento en el 2011 tuvo una influencia en el auge del Estado Islámico.

Los Estados Unidos regresaron a Afganistán en el 2001 para retomar la guerra contra los yihadistas que sus propias acciones habían provocado. Asimismo, está lanzando ahora una guerra en Irak y Siria contra los grupos que han surgido debido al cambio de régimen forzado por Bush en Bagdad y el plan mal concebido de Obama para derrocar a Assad.

Ya es tiempo de que los Estados Unidos reconozcan que, desde que emprendieron la guerra contra el terrorismo, lo único que ha pasado es que este se ha extendido. La franja Afganistán-Pakistán sigue siendo la base del terrorismo transnacional y países como Libia, Irak y Siria, que solían ser estables, se han convertido en nuevos centros.

Los esfuerzos de Obama para llegar a un trato fáustico con los talibanes afganos, cuyos líderes principales han encontrado refugio en Pakistán, indican que está más interesado en confinar el terrorismo al Medio Oriente que en acabar con él, aunque ello signifique dejar que la India sufra las consecuencias de las actividades terroristas. (De hecho, la guerra terrorista de Pakistán contra la India también surgió de las operaciones antisoviéticas de Estados Unidos en Afganistán –las más importantes en la historia de la CIA–, ya que los servicios de inteligencia pakistaníes se apropiaron de una gran proporción de los miles de millones de dólares de ayuda militar para los rebeldes afganos).

De manera similar, la estrategia de Obama hacia el Estado Islámico busca únicamente limitar el alcance de una orden medieval brutal. Momentos después de declarar su intención de "debilitar y destruir" al grupo, Obama respondió a la solicitud de aclaración de un periodista afirmando que su objetivo real es convertir al Estado Islámico en un "problema manejable".

Para empeorar las cosas, los planes de Obama para usar las mismas tácticas en la lucha contra el Estado Islámico han conducido a su surgimiento: dar autorización a la CIA, con la ayuda de jeques petroleros de la región, para entrenar y armar a miles de rebeldes sirios. No es difícil percibir los riesgos inherentes de colmar los campos de batalla sirios con más combatientes mejor armados.

Los Estados Unidos pueden tener algunos de los mejores think tanks y las mentes más educadas. Sin embargo, ignoran consistentemente las lecciones de sus errores pasados y, por ende, los repite. Las políticas encabezadas por los Estados Unidos hacia el mundo islámico han evitado un choque de civilizaciones, pero solo se ha logrado estimulando un choque interno en una civilización que ha minado fundamentalmente la seguridad regional e internacional.

Es improbable garantizar un respaldo internacional continuo o resultados duraderos mediante una guerra sin fin, definida según los términos de los Estados Unidos, contra los enemigos que ellos mismos ayudaron a crear. Esto es evidente, sobre todo, en la respuesta poco entusiasta de árabes y turcos a los esfuerzos estadounidenses para crear una coalición internacional de apoyo a una acción contra el Estado Islámico, que, según la propia Administración Obama reconoce, será una ofensiva militar que durará varios años.

El riesgo de que la arrogancia imperial acelere el terrorismo islamista, en lugar de acabar con él, es muy real, una vez más.

Brahma Chellaney es profesor de Estudios Estratégicos del Center for Policy Research (Centro de Investigación de Políticas), con sede en Nueva Delhi. © Project Syndicate.