La gente sin organización no tiene ningún poder

El poder que fortalece el quehacer del Estado surge de la incorporación de las comunidades organizadas a la lucha contra la inseguridad

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«La gente sin organización no tiene ningún poder». Esta frase de don José Figueres Ferrer la traigo a colación por el incremento de la violencia desatada por la delincuencia organizada en nuestro país, en las zonas costeras que avanza hacia el interior. Recientemente, nos arrojó la masacre de una familia entera en Guanacaste, aparentemente por equivocación, pero ya en el pasado habían sido reiterados los hechos violentos en Limón y Puntarenas.

Lamentablemente se está produciendo en nuestro país el fenómeno de «la rana hervida», que se refiere a la reacción cuando se mete una rana en agua hirviendo, en este caso la rana salta y se sale, pero si por el contrario se le coloca en una olla a temperatura ambiente y se va calentando poco a poco, la rana se siente inicialmente satisfecha, lo que la lleva a adormilarse y cuando quiere salir, ya es demasiado tarde y muere cocinada.

Algo así nos está pasando a los ticos de los valles y montañas, que nos creemos especiales. Veamos lo que pasa en Centroamérica, donde las malas políticas públicas y el terror hacia las maras expulsa en caravanas a cientos de miles de personas hacia el norte, pero pensamos que eso no puede sucedernos a nosotros. Mientras tanto, el narco, operando con relativo bajo perfil, se asienta en los poderes locales y penetra progresivamente el aparato institucional.

El uso de la fuerza represiva, como elemento de disuasión del crimen, debe estar en manos del Estado para no volver a la ley del fusil, pero la seguridad colectiva, para ser eficiente y preventiva, demanda un servicio de inteligencia, que solo puede funcionar si tiene arraigo en las comunidades organizadas. Estas son las fuentes más directas de información para alcanzar la eficiencia de los grupos policiales.

Lograr esta simbiosis; sin embargo, no es sencillo, demanda por una parte un funcionamiento institucional, ágil y responsable, que rinda cuentas a la comunidad y, por otra parte, oportunidades educativas y de capacitación para los jóvenes y desplazados. Esto es ajuste institucional y prevención.

Yo participé durante varios meses en un grupo de seguridad comunitaria en mi barrio, con un buen organizador de la Policía y en las reuniones empezaron a aflorar los problemas de los jóvenes ‘ninis’ del barrio, grupos que no eran peligrosos en ese momento, pero que tenían todos los elementos para serlo.

La disyuntiva es que algunos de estos problemas demandaban acciones de prevención local, pero las organizaciones que deberían intervenir no tienen músculo regional ni local, y tampoco programas apropiados para la prevención. De tal manera que, aunque se producían buenos resultados de diagnóstico y propuestas, no se podía aprovechar bien los informes y no encontraban eco, con lo cual se desanimaba la acción de la comunidad organizada.

El poder que fortalece el quehacer del Estado surge de la incorporación de las comunidades organizadas. Esta inclusión implica una política de oportunidades de educación y capacitación para los jóvenes y desplazados. Una política pública que se proponga reducir la desigualdad y abrir oportunidades efectivas. Mientras estas condiciones no cambien y no exista una estrategia más allá de la acción represiva, difícilmente podremos sortear la pandemia de violencia que azota inclementemente a nuestra región latinoamericana.

miguel.sobrado@gmail.com

El autor es sociólogo.