La falsa elección entre la liberación palestina y judía

Contrariamente a lo que creen Hamás y sus simpatizantes occidentales, la numerosa minoría palestina de Israel no está ansiosa por ser ‘descolonizada’

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La enérgica respuesta militar de Israel a la masacre iniciada por Hamás el 7 de octubre ha causado manifestaciones masivas en todo el planeta. En medio de la actual guerra en Gaza, una vez más se tilda a Israel como una potencia colonial opresiva en muchos círculos occidentales, y el cántico “Palestina será libre desde el río hasta el mar” se convirtió en consigna común en recintos universitarios y plataformas de redes sociales.

Pero esta percepción tiene poco que ver con la realidad que se vive en el territorio. Contrariamente a lo que creen Hamás y sus simpatizantes occidentales, la numerosa minoría palestina de Israel no está ansiosa por ser “descolonizada”.

Una encuesta reciente realizada por el Instituto Israelí por la Democracia mostró que, a pesar de no contar con plena igualdad, la proporción de los israelíes palestinos que simpatizan con el Estado Judío aumentó al 70 % desde el inicio de la guerra en Gaza, desde un 48 % en junio.

Si bien es innegable el carácter colonial de la ocupación de Cisjordania por Israel, también es importante observar que el rechazo pavloviano de los palestinos a las dos propuestas de paz israelíes a comienzos de este siglo aceleró el fin del movimiento por la paz en Israel.

Yasir Arafat, el fallecido presidente de la Organización para la Liberación de Palestina, rechazó en el 2000 la primera propuesta, los llamados parámetros de Clinton para la paz, decisión fuertemente condenada por al entonces embajador saudita en los Estados Unidos, Bandar bin Sultan, que la calificó como “un crimen contra el pueblo palestino”.

La segunda propuesta se hizo en el 2008. El fallecido Saeb Erekat, entonces negociador en jefe de los palestinos, reconoció que Israel les “ofreció el 100 % de las tierras” y una capital en Jerusalén oriental. Su respuesta —”¿por qué deberíamos apurarnos después de todas las injusticias que hemos sufrido?”—, reflejó la justa ira de los palestinos, aunque igual de engañosa al fin y al cabo.

Al constantemente evitar reconocer su responsabilidad moral, sin darse cuenta los palestinos han ido fortaleciendo el ascenso de la ultraderecha fundamentalista israelí. Puesto que son los socios naturales de la izquierda israelí en la denuncia de la ocupación, fue profundamente desilusionante ver prominentes figuras palestinas negando vehementemente hasta la misma masacre efectuada por Hamás el 7 de octubre.

Uno de ellos, Hanan Ashrawi, llegó tan lejos como para plantear que el ataque fue planificado por el primer ministro Benjamin Netanyahu y el presidente estadounidense Joe Biden.

Y mientras se llega a ver a Israel como el máximo opresor colonial, los pecados del imperialismo occidental han pasado a segundo plano, Incluso Noam Chomsky, mordaz crítico de las inmoralidades de Israel, reconoce que el conflicto israelí-palestino se parece poco a los de Argelia y Vietnam. Los israelíes no son pieds noirs, como se llamaba a los colonos franceses nacidos en Argelia.

Y, sin embargo, varios prominentes críticos de izquierdas siguen impulsando esta narrativa simplista. Por ejemplo, Judith Butler, filósofa de la Universidad de California en Berkeley, rechaza limitar las críticas a Israel a su conducta en los territorios ocupados, y en su lugar promueve un sistema de “cohabitación” desde el Mediterráneo hasta el río Jordán.

Si bien Butler, que prefiere el uso de los pronombres plurales colectivos (ellos y ellas), condena la “aterradora y revulsiva masacre” de Hamás, no ha renunciado a su caracterización previa de Hamás y Hizbulá como “movimientos sociales” progresistas que forman parte de la izquierda global.

De manera similar, Lara Sheehi, profesora de Psicología de la Universidad George Washington, ha racionalizado las acciones de Hamás al señalar que “tenemos que reconocer lo horrendo que puede llegar a ser un proceso de liberación”.

En contraste, el filósofo esloveno Slavoj Zizek rechaza esos moralismos vacíos, y denuncia inequívocamente el ataque terrorista de Hamás, identificando correctamente la alianza tácita entre los fundamentalistas de ambos bandos como el verdadero problema.

Si bien es posible que su advertencia de que Israel podría convertirse en el principal opresor de nuestro tiempo sea verdadera, una caracterización así también sería una burda simplificación que justificaría inadvertidamente algunos de los regímenes más opresivos de la región. Los 400.000 civiles muertos en la guerra del Yemen entre las milicias intermediarias de Irán y la alianza saudita-emiratí quedarían para siempre en el anonimato.

Si de verdad Israel fuera el Estado “inventado” y “colonial” que a menudo se le acusa de ser, habría colapsado hace mucho. Incluso hoy, Hamás opera bajo la creencia de que tarde o temprano caerá, tal como lo hizo el reino de los cruzados de Jerusalén en el siglo doce.

Mientras tanto, el conflicto ha persistido durante 55 años en los territorios ocupados y 75 años dentro de Israel mismo. Ninguna potencia colonial de la historia, con todo lo poderosa que haya sido, ha resistido una lucha tan prolongada por la liberación nacional.

Por lo general, una ocupación colonial no es considerada tan vital para la supervivencia del colonizador como para que haya que sustentarla incluso frente a incesantes alzamientos, una presión internacional creciente y la hostilidad de todo el mundo árabe.

Pero incluso si se aplica el paradigma colonial al conflicto israelí-palestino, el contexto sigue siendo crucial. En su libro de 1957The Colonizer and The Colonized(El colonizador y el colonizado), el escritor francotunecino Albert Memmi —que se reconocía a sí mismo como un “judío árabe”— promovía la liberación de los países colonizados.

Sin embargo, su libro del 2006 Decolonization and the Decolonized (La descolonización y los descolonizados) reflejaba su creciente preocupación sobre la “corrupción generalizada, la tiranía, la restricción del crecimiento intelectual, la violencia hacia las mujeres, la xenofobia y la persecución de las diversidades” que caracterizó la era poscolonial.

El académico palestino Edward Said compartía esas inquietudes y lamentaba la transformación de antiguos Estados coloniales en dictaduras unipartidistas plagadas de oligarquías rapaces y disturbios civiles. “Ya se pueden ver en el potencial Estado de Palestina los lineamientos de una situación entre el caos del Líbano y la tiranía de Iraq”, advertía.

Más aún, el debate sobre el colonialismo afecta directamente la factibilidad de una solución de dos Estados. De manera muy similar a Memmi y Said, los estrategas israelíes están muy conscientes de los riesgos potenciales que implica el trayecto de Palestina hacia la independencia, como un tambaleante entramado estatal y el peligro de que un grupo islamista radical llegue al poder y forje alianzas con los adversarios regionales de Israel.

La actual guerra subraya estas preocupaciones, destacándose entre ellas la estrategia de Irán de rodear a Israel con milicias intermediarias fuertemente armadas en Gaza, el Líbano, Siria y Yemen.

En vez de un choque directo entre colonizadores y colonizados, el conflicto entre israelíes y palestinos se ve crecientemente como una tragedia hegeliana en que ambas partes tienen exigencias legítimas.

A corto plazo, poner fin a la apabullante destrucción humana y material de la actual guerra supone sacar del poder al gobierno extremista de Netanyahu y poner límites a Hamás. Pero para alcanzar una paz permanente y duradera, debemos ir más allá de las analogías fáciles y reconocer el carácter complejo y multifacético del desafío ante nosotros.

Shlomo Ben Ami, exministro de Exteriores de Israel, es el autor de Prophets Without Honor: The 2000 Camp David Summit and the End of the Two-State Solution (Profetas sin honor: la Cumbre de Camp David de 2000 y el fin de la solución de dos Estados).

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