La delgada línea entre el bien y el mal

La inmensa mayoría de oficiales de la Fuerza Pública son personas honradas

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La reciente detención de nueve oficiales supuestamente vinculados a delitos, genera una natural reacción a lo que se considera inconcebible: que personas capacitadas por el Estado para el resguardo de los bienes y la seguridad de los habitantes sean quienes les hagan pasar por el trago amargo del robo de sus pertenencias y la violación de su intimidad.

Como ciudadano y activista de los derechos de los policías he venido señalando, desde hace varios años en artículos de opinión, la necesidad de cambiar de modelos, en la necesidad de transparentar los procesos internos y que se ejecuten las actividades operativas en estricta observancia de la ley.

El que se ordene el “ruleteo” de indigentes, el mandato para hacer “consultas” de personas sin mediar notitia criminís, el ingreso en zonas proclives al delito y los “allanamientos” sin orden de un juez y sin dirección funcional, tal como lo mostró un medio de comunicación, así como la falta de comunicación asertiva, la carencia de liderazgos y la casi nula relación de confianza entre subalternos y sus mandos superiores, son factores que inciden en que se presenten casos de corrupción, como lo que presuntamente ocurrió al grupo de nueve oficiales de la Fuerza Pública, liderados por sujetos ajenos a la institución.

Por lo tanto, debería la institución, como buen padre de familia, trabajar en la prevención y en políticas que minimicen el riesgo de que el crimen organizado y el narcotráfico incursionen en los cuerpos policiales, los cuales resultan ser el primer contacto con los grupos delictivos, y, como se observó, son permeables.

Los policías viven muchas veces en condiciones de precariedad, por ende “conviven” con quienes algunas veces forman parte de grupos delictivos, y por más que lo quieran, su salario les impide optar por un lugar distinto para vivir.

El Ministerio de Seguridad Pública conoce estos y otros factores, como el altísimo nivel de desintegración familiar, los problemas sociolaborales, la fatiga y la poca posibilidad de socializar por roles de excepción (12 horas diarias).

¿Qué hace para mitigarlo? Es sabido que en la pérdida de los vínculos familiares se potencia la pérdida de valores, en su mayoría; además, los policías laboran en lugares alajados de su lugar de residencia y deben invertir buena parte de su salario en pasajes de autobús. Con ello se incrementa el desequilibrio financiero (endeudamiento) y un problema socioeconómico y sociolaboral.

El salario no determina la honestidad de una persona, los casos de corrupción más sonados en nuestro país involucran a funcionarios que por mucho superan el salario de un policía de la Fuerza Pública: jueces, fiscales, policías judiciales, médicos, abogados, empresarios.

No obstante, entendemos que la sociedad demande de los policías una actitud pulcra e inquebrantable, aunque su salario sea de los más bajos del Gobierno Central, sumado a que deben trabajar en condiciones adversas y, en algunos casos, mal dirigidos.

Mientras los altos mandos reciben salarios de entre dos y tres millones de colones mensuales, vehículo, gasolina, chofer y celular pagados por el Estado, un policía raso recibe un salario base de ¢300.600, paga sus recibos de celular y costea sus pasajes de autobús.

El alto mando, en ocasiones sin experiencia, sin la formación que da la calle, pero ganando mucho más, maneja una línea de maltrato hacia la dignidad del funcionario de “tropa”, de ese que lucha a diario con la adversidad, que con valentía enfrenta la criminalidad y recibe las amenazas y el irrespeto de un sector de la sociedad.

Nosotros, como representación sindical en la Fuerza Pública apoyamos que se mantenga una política de “cero tolerancia” a la corrupción en el Ministerio de Seguridad Pública, en aras de depurar la institución y fortalecerla en momentos de incursión en nuestro territorio del crimen organizado y el narcotráfico.

Esa depuración debe involucrar a todos los niveles; deben eliminarse algunas malas prácticas de antaño que se han perpetuado en el tiempo. Reza un refrán: “Para que el personal sea honesto, los jefes deben ser honrados”.

Casos concretos. Citaré algunos casos para fundamentar mi argumento. La delegación de Cartago, con una inversión de casi ¢1.000 millones se mantiene cerrada por fallas en la construcción.

No existen responsables. Se realizaron compras al margen de la ley. La Contraloría General de la Republica señaló a la administración iniciar los procesos disciplinarios. No se conoce sanción.

Se conoce de la obligación de iniciar procesos de lesividad contra funcionarios de escala jerárquica, pero no se continúa el proceso. Funcionarios sin básico policial ostentan rango de comisionados y reciben incentivos de la carrera policial.

¿Cómo un alto mando se somete a una suspensión del proceso a prueba por peculado, se le condena al pago de ¢1 millón a una institución de bien social y a realizar trabajo comunal y se mantiene en el cargo? ¿Por qué no se ordenó la separación?

Por ello, debemos insistir en aspectos que hemos señalado en otras oportunidades. Los altos mandos de los cuerpos policiales deben ajustar sus actos a derecho; deben mostrarse probos y transparentes; y ser solidarios y comunicativos; sin embargo, algunos de estos no predican con el ejemplo, y se aplica entonces la frase célebre: “Cuando el que manda pierde la vergüenza, el que es mandado pierde el respeto”.

Sin que sea justificante, y teniendo claro que el salario no define que una persona sea honesta, es innegable la necesidad de mejorar el salario de los policías, los más mal pagados del Gobierno Central.

Tenemos certeza de que la inmensa mayoría de oficiales de la Fuerza Pública son personas honradas.

El autor es policía.