La culpa no es de Maduro

Al responsable de la caída del proyecto bolivariano hay que buscarlo en otra parte

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Nicolás Maduro es uno de los personajes más burdos, incultos y chabacanos que ha visto la política latinoamericana en mucho tiempo. Lo cual no es poco decir en una región obsesionada con la idea de dar al populismo, a los liderazgos mesiánicos y al autoritarismo la oportunidad de demostrar cada cierto tiempo su sobrada capacidad de destruir sociedades enteras y arrasar con sus economías.

Sería, sin embargo, un error analizar la aplastante victoria electoral de la Mesa de la Unidad Democrática en las elecciones legislativas del pasado 6 de diciembre exclusivamente a la luz de las carencias de Maduro como político y como persona.

Si bien tener por presidente a un ignorante –uno que habla con los pajaritos y no logra hilvanar cinco palabras de manera coherente– facilitaría la labor de los estrategas de cualquier campaña opositora, al responsable de la caída del proyecto bolivariano hay que buscarlo en otra parte.

Sistema fallido. El socialismo, en todas sus variantes, ha demostrado una y otra vez ser un fiasco. Países mucho más grandes, con enormes riquezas naturales y minerales y un suministro casi inagotable de mano de obra barata pudieron, en otros tiempos y de la mano de estados policiales brutales y omnipresentes, sostener la ilusión de viabilidad durante muchos años. Es el caso de la antigua Unión Soviética y de China, hoy tan solo nominalmente comunista, aunque siempre autoritaria.

Países en el otro extremo, pequeños y relativamente pobres, consiguieron sostener la utopía por mucho más tiempo que Venezuela, amparados por regímenes igualmente brutales y opresores, y por un copioso influjo de limosnas de sus hermanos mayores en el comunismo.

Algunos, como Cuba, sumaron a lo anterior una iconografía que ha resultado irresistible para varias generaciones de románticos de la izquierda que le brindaron apoyo político en todas las latitudes y a todo nivel.

¿Qué no darían estos pretendidos progresistas por una foto suya junto al guapo de Fidel, vistiendo ellos una camisa roja de diseñador con la cara del Che Guevara estampada en el pecho?

Aventura efímera. El Comandante Hugo Chávez comprendió a la perfección la importancia de la parafernalia mercadotécnica y estaba bien encaminado a convertirse en un ícono socialista cuando la muerte lo sorprendió.

Pero, en las condiciones de su país, ninguna cantidad de propaganda de cínica manipulación del discurso y prostitución del significado de las palabras iba a hacer que la aventura bolivariana perdurara.

Venezuela no era el inmenso y rico país que sostendría por varias décadas una economía quebrada, ni mucho menos el que fondearía simultáneamente a sus compañeros de viaje durante todo ese tiempo.

Tampoco era el pequeño y pobre país convenientemente ubicado como una incómoda cuña en el costado de los Estados Unidos o de Europa, que le justificara ser receptor de la caridad ilimitada del socialismo internacional.

Los tiempos también habían cambiado: la Unión Soviética había dejado de existir y China estaba más interesada en despreciables cuestiones materiales, como sacar a su gente de la pobreza, que en la muy noble tarea de exportar la revolución.

Debacle. Maduro nunca estuvo a la altura de su predecesor, y quizás por eso mismo fue escogido para sucederle. La abrupta caída del precio del petróleo aceleró la debacle venezolana, pero tampoco ese es el pecado original. Lo cierto es que la implosión de la revolución bolivariana se iba a dar tarde o temprano, porque traía en su ADN el germen de su propia destrucción.

La pesadilla bolivariana terminó por destruir lo que ya de por sí era una economía insostenible, pero sería iluso pensar que la revolución chavista se dio en el vacío. La Venezuela de segunda mitad del siglo pasado dependía casi exclusivamente de la industria del petróleo, en manos estatales desde 1976. Las exportaciones no petroleras representaban apenas un 24% del total en 1999, pero cayeron al 4% en el 2012.

Las rentas petroleras siempre fueron botín político en un país que vio encogerse su clase media a la mitad desde la nacionalización del petróleo hasta el ascenso de Hugo Chávez al poder en 1999. Lo cual no sorprende si consideramos que la inflación promedió un 53% anual en la década anterior a la revolución.

Lo único que ha cambiado en este aspecto es que en aquellos aciagos años otros países tenían tasas de inflación superiores a la venezolana. Hoy Venezuela es campeona mundial de inflación.

Así, de una pincelada, vemos una economía prerrevolucionaria marcada por los grandes males de la corrupción, la inflación empobrecedora y una estructura productiva dominada por el Estado, con poco margen de acción para la empresa privada.

El clientelismo, el asistencialismo y el mercantilismo corporativista fueron el resultado inevitable de una prolongada sucesión de gobiernos “socialconfusos” que despreciaron el principio de fortalecer la economía de mercado con una red complementaria de servicios públicos y de seguridad social, dando paso a una economía con altos niveles de intervención y dirigismo, diseñada para favorecer a los amigos y clientes de los gobernantes de turno.

Construcción de la caída. No hacía falta tener una bola de cristal para prever que un cambio de régimen que profundizara la corrupción, ampliara los poderes del Estado y su intervención en la economía, y desarrollara una política monetaria irresponsablemente expansiva para financiar sus sonados programas sociales clientelares, resultaría en una debacle.

Y esto sin entrar a considerar la demolición paulatina del andamiaje republicano y el borrón a la línea de separación de los poderes, que fueron los verdaderos cambios instituidos por el chavismo desde 1999, con absoluto desprecio por las libertades básicas de los ciudadanos.

El germen del colapso del socialismo del siglo XXI anidó en un sistema que arrinconó casi hasta su extinción al sector productivo privado, generando la escasez epidemial que a su vez atizó la inflación y esta el empobrecimiento; montó un festín insostenible de ayudas sociales (algunas muy necesarias), expropió todo lo que pudo y cercenó los derechos de sus ciudadanos y las garantías que el propio sistema democrático les debía ofrecer.

El futuro de Venezuela es aún incierto, y sería aventurado pronosticar el fin del socialismo del siglo XXI, aunque las cosas nunca volverán a ser iguales. Los días de control chavista absoluto de los tres poderes del Estado han quedado atrás.

Lo que resulta claro, en conclusión, es que los problemas de Venezuela datan de mucho antes de 1999, y es crucial que la oposición democrática así lo entienda de cara a la recomposición futura de su país.

Hugo Chávez supo capitalizar los padecimientos de Venezuela para su beneficio, pero al profundizar los males del sistema acercó su final. Nicolás Maduro no fue más que una versión tropical de Egon Krenz. A él le tocó estar en la foto final del chavismo como lo conocimos hasta el 6 de diciembre.

El autor es economista, miembro de la Plataforma Liberal Progresista.