La caída del olimpo judicial

Esta crisis debe servir para demostrar que no hay dioses inmunes al control de legalidad

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Ni el amiguismo, ni el secretismo, ni las relaciones de compadrazgo deben guiar las decisiones que se tomen en la Corte Suprema de Justicia, ni mucho menos servir para someter el servicio público a la protección de los intereses personales de sus miembros. Si así fuera, la institucionalidad de este país quedaría reventada y socavadas las bases de nuestro sistema democrático, el cual depende, en gran parte, de la independencia y la transparencia del Poder Judicial.

Desde la sombra del pedestal sobre el que se erige el olimpo judicial, estamos presenciando, algunos con escepticismo y otros con la decepción e indignación más profundas, una crisis interna sin precedentes que podría ser solo la punta de un gran témpano de vicios ocultos. Está a prueba la capacidad de la cúpula para plantarse a la posible corrupción que pudo haberse colado entre sus miembros.

En los últimos meses han ocurrido situaciones inéditas en el Poder Judicial que han golpeado con fuerza su imagen como garante de la protección de los derechos de la ciudadanía y del correcto ejercicio del poder por parte del Estado. Fuimos testigos de cómo, por primera vez, buena parte de los funcionarios judiciales se organizaron para cerrar las puertas del Poder Judicial con la convocatoria de una temeraria huelga indefinida. En ese momento no dudaron en enfrentarse a quienes, dentro y fuera de la institución, cuestionaron el movimiento por afectar servicios esenciales, ni para medir fuerzas con los legisladores que impulsaban reformas para garantizar la sostenibilidad de un sistema de pensiones en quiebra.

Escándalos. Y, como si fuera poco, los escándalos por presuntos actos de corrupción que creíamos reservados para la clase política parecen haber llegado hasta lo más alto de la Corte, lo que originó, también por primera vez, que los magistrados, por decisión unánime, suspendieran con carácter preventivo a la cabeza del Ministerio Público, el fiscal general, Jorge Chavarría, y al magistrado de la Sala III Celso Gamboa, dos cargos que ostentan mucho poder.

Se hizo lo que se debía, aunque queda la impresión de que los magistrados intentaron evitar seguir ese camino; por ejemplo, con el fiscal general, primero se negaron a pedirle la renuncia cuando se cuestionó su gestión sobre el caso del cemento chino, 20 días más tarde insistían en mantenerlo en el cargo apartándolo solo de la investigación, y no fue hasta 48 horas después que no quedó más remedio que suspenderlo.

Es difícil no recordar la fuerte oposición que en el 2104 despertó la reelección de Chavarría, decisión que contó con el respaldo de la mayoría de los magistrados aunque desde la Asamblea Legislativa pedían su destitución por considerar que había perdido credibilidad y que permitía la impunidad política.

Que el olor a rancio haya llegado hasta la cúpula judicial toca fibras muy sensibles del país, porque sin un sistema de justicia transparente e independiente el Estado de derecho es prácticamente nada. Es muy peligroso que a tres meses de las elecciones nacionales la sociedad dude de la integridad del sistema judicial.

Lo que se está destapando obliga a preguntarnos si la Corte está preparada para prevenir, detectar y atender a tiempo los casos internos de corrupción.

Panorama preocupante.

Al respecto, el II Informe del Estado de la Justicia, elaborado por el Programa Estado de la Nación (2017), presenta un panorama preocupante: “A partir de las estadísticas que generan los órganos disciplinarios no se puede obtener un panorama de los riesgos de corrupción en el Poder Judicial. La imprecisión de la nomenclatura utilizada no permite determinar con certeza cuándo una falta se relaciona con un acto de corrupción interna. Por ejemplo, el retraso en la tramitación de un asunto podría ser negligencia o corrupción, lo mismo que un adelanto de criterio o una fuga de información”.

Si este Informe pasa inadvertido, la Corte estaría pecando de omisión. Sabemos bien que las grietas en el sistema disciplinario pueden utilizarse como refugio para la impunidad.

Cuando la integridad y la probidad de los mandos superiores del Poder Judicial están siendo cuestionadas, se espera que sean los magistrados los primeros en tomar la iniciativa de poner en marcha la investigación necesaria.

La Corte Plena no debe esperar hasta que los casos lleguen a la prensa para iniciar un proceso porque eso puede confundirse con tolerancia, y de ahí a la desconfianza ciudadana hay pocos pasos. Ni hay que brincar al vacío ante los primeros rumores ni tampoco esperar a que el escándalo sea ensordecedor para tomar decisiones.

Cuando el investigado es un magistrado, como está sucediendo ahora, con mucha más razón la Corte debe proceder con inmediatez y precisión impecable porque a los magistrados les toca investigarse entre ellos, situación que justifica una apertura hacia el control ciudadano con legítimo derecho a exigir pronta rendición de cuentas y responsabilidad funcionarial.

Justicia pareja. Esta crisis debe servir para que el Poder Judicial le demuestre al país que no hay dioses inmunes al control de legalidad, aunque provengan de la costilla de la clase política, y que la justicia aplica igual para todos, incluso con mayor rigurosidad para quienes mayor poder tienen.

Si se está usando el poder de la toga o la autoridad del cargo para dañar la democracia, exigimos que la balanza de la justicia esté adecuadamente calibrada para que a los responsables se les aplique, igual que a cualquier mortal que no está en el olimpo, todo el peso de la ley.

La autora es abogada.