La audacia de su esperanza

Obama será más recordado por sus discursos que por sus realizaciones

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¡Es fácil perder la perspectiva histórica cuando enfrentamos los abismos del presente! En el fragor de la batalla, grande es la tentación de olvidar el sentido de propósito que define nuestro impulso. Al final, sin embargo, lo que realmente queda es una brújula marcada por el verbo en el alma de los pueblos.

Dentro del gran esquema de las cosas, el peso de la palabra tiene más trascendencia que realizaciones prácticas, porque traza un derrotero para que los zigzags de la historia busquen después como alcanzarlo. “Todo lo que existe persigue su entelequia”, es decir, la plena realización de sus potencialidades. Pero no hay parto sin dolor.

Veamos hacia atrás porque eso ayuda cuando el presente abruma. Jefferson tuvo más trascendencia como redactor del Acta de Independencia de su país y de la Declaración de los Derechos Humanos, que como presidente.

La misma Revolución francesa, en término de realizaciones fue un total fracaso que culminó con el terror y el ascenso despótico de Napoleón. Le siguieron guerras sanguinarias que mancharon Europa. Francia quedó huérfana de democracia por cien años más. Pero sus grandes ideales fueron más testarudos que los infortunios conjurados.

A veces castiga reaccionario el ingrato péndulo de la historia, pero encuentra, a la postre, el rumbo marcado por la entelequia siempre inacabada de las potencialidades de la sociedad humana.

Legado de Obama. Obama será más recordado por sus discursos que por sus realizaciones. El portentoso eco que despertó su elocuencia quedó atemperado por la sordina reaccionaria que sacudió su clarín tempranero. “Sí se puede”, dijo, pero no pudo, porque su presidencia representó un punto culminante de la democracia norteamericana, que no podía quedar sin castigo.

Las fuerzas contra las que se estrelló Obama suscitaron el espectro de aflicción que hoy nos acecha. Estallaron en el viejo corazón de manufactura industrial, que otrora fuera pivote del poderío norteamericano, pero esa avalancha venía desde afuera y desde antes.

El alud que amenaza sepultar su legado es producto de las contradicciones sin resolver de los grandes paradigmas del siglo XXI: la globalización económica, la revolución tecnológica y la mundialización de la gobernanza.

La globalización es semilla que aún no germina de una articulación regulada y sistémica de todas las sociedades humanas. Vive, en cambio, en medio de la anarquía de la competencia salvaje por eficiencia de costos, en un escenario internacional sometido a las presiones disfuncionales de Estados que buscan intereses mezquinamente nacionales.

Es una situación contradictoria y una de sus antítesis es negarla, poniendo a correr 50 años atrás el reloj de los tiempos.

Gobernanza mundializada. La automatización tecnológica contradice las premisas proletarias del desarrollo manufacturero, fundado en la mano de obra fabril y produce mayor pérdida de empleos que los que escapan buscando salarios bajos. Una de sus antítesis es alentar la supervivencia de una productividad obsoleta con guerras de estímulos fiscales.

Un mundo multipolar interdependiente universaliza las crisis y demanda una gobernanza mundializada, sin cabida para la supremacía de una superpotencia que dicte las agendas. Una de sus antítesis es regresar a la nostálgica gloria imperialista del pasado, impuesta manu militari, por el chantaje de la fuerza.

Todas esas contradicciones estallaron en el Rust Belt de Estados Unidos. Obama dejó de atender de forma focalizada a ese baluarte industrial localmente empobrecido, con más de 10 millones de empleos cedidos a la automatización o a China. Esa ceguera permitió la victoria de Trump.

Frente a cada una de estas contradicciones modernas, Obama buscó una síntesis que las superara, con el entendimiento suprapartidista, en lo nacional, y la colaboración multilateral, en lo internacional.

Ambicionaba algo difícil de asimilar, en lo inmediato, para la frustración de sectores que se autoalimentan de nostálgicas grandezas malentendidas. Obama fue heraldo renovador de los insignes ideales humanistas heredados del imaginario fundacional de EE. UU. Verdadera grandeza recibida de la Ilustración europea y retransmitida por Jefferson y La Fayette a la Revolución francesa. En eso no fue original, aunque de elocuencia histórica.

Nuevo ideal. Sin embargo, como líder supremo de la nación más poderosa del planeta, Obama encarna, para la historia, la primera expresión auténtica de un nuevo ideal norteamericano, que se presentó al mundo con una rama de olivo en la mano extendida. Comprendió a los EE. UU. como primus inter pares, que deben buscar el diálogo conciliador, no la diatriba agresora; la cooperación de beneficios compartidos, no la imposición de intereses propios; el multilateralismo concertado, no el bilateralismo de fuerzas asimétricas.

En el concierto inacabado de naciones, Obama representa una aspiración universal de una gobernanza mundial acordada y efectiva. Esa visión inacabada nació dos veces antes, con la Liga de Naciones y las Naciones Unidas, cada una después de hecatombes de dolor.

Esa aspiración se vio entorpecida con la Guerra Fría y pareció desvanecerse con el dominio de los Estados Unidos, tras la desaparición de la URSS. Pero la globalización, la revolución tecnológica y la mundialización de la política la pusieron de nuevo sobre la palestra.

Obama fue el primer presidente norteamericano que abrazó esa visión, navegando lo mejor que pudo en las aguas internacionales enturbiadas por las torpes intervenciones militares de sus predecesores y la debacle resultante en Oriente Medio.

Con brutal retroceso, el péndulo de la historia hoy nos castiga. No suprime, pero pospone, una vez más, aquel ideal de aldea global equitativa y concertada que duerme en todos nosotros como especie humana.

¿Cuántas tempestades pasarán para que vuelvan esos sueños a brillar de nuevo? Ese es el riesgo que vivimos, alentados solo como estamos por el optimismo que nos legó Obama desde la audacia de su esperanza.

La autora es catedrática de la UNED.