Julio Rodríguez,un alma encendida

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El ser humano no debe rendir culto a la muerte, sino a la vida. A la vida que se vive y a la que se espera, según la convicción y el anhelo de cada quien. Es así que en el dolor se teje la alegría del porvenir. Permítaseme, entonces, referirme a Julio Rodríguez no en el drama de la muerte, sino en la eternidad de la vida, y en la seguridad de que su persona permanece en la memoria, en la historia y en el vivir.

La antropología de don Julio. Se ha dicho que en sus textos esgrime tesis meritorias en cuestiones de ética pública, educación, democracia, cultura e historia, pero conviene no olvidar el siguiente hecho significativo. En la columna “En vela” es posible encontrar no solo al pensador, al periodista, al hombre reflexivo, sino a la persona que vive, se alegra y siente dolor, piensa, se emociona, acierta, intuye y se equivoca. Y esto no es poca cosa, porque de la persona nos queda ella, mientras todo lo demás es relativizado en la vorágine del tiempo que todo lo devora: circunstancias, palabras, ideas, castillos e imperios. Algún poeta escribió: “Tú eres tiempo, el que te quedas, yo soy el que me voy”.

Y, a propósito de la persona, el énfasis en el valor de su autonomía fue un tema recurrente en los escritos de Julio Rodríguez. Él nunca rindió tributo al culto a la personalidad, típico en las tendencias políticas totalitarias y autoritarias, notorio en los casos de Stalin, Mao, Fidel, Hitler, Franco, Chávez, Pinochet y Mussolini, pero también se mantuvo alejado y crítico, con una crítica certera y honda, de quienes diluyen el valor de lo personal en análisis de colectivos, estructuras, clases sociales, organizaciones y grupos de poder. Frente a todo estructuralismo y determinismo, él creía que la persona es siempre más que las estructuras en las que nace y se desenvuelve, y que la historia no es una prisión donde se escucha el grito de una criatura oprimida, sino el lugar donde el ser humano supera sus límites y se trasciende a sí mismo. Es este el núcleo de lo que llamo la “antropología de don Julio”.

Encendiendo la luz. Algunos dicen que el alma es el cerebro –tal es el caso de Eduardo Punset, Jean-Didier Vincent y Auguste Forel–, otros –poetas, artistas y amantes– cuentan que la sienten cada día en el corazón. Cualquiera sea el caso, la suya –me dirijo a usted, don Julio, con respeto, afecto y reverencia a su memoria, a su historia, a su paso por este tiempo, a su presencia–, la suya, digo, fue un alma encendida que hizo nacer la esperanza en los meandros de la decadencia, y, cuando estuvo a su alcance, disipó la oscuridad del modo que aconsejan los antiguos sabios: encendiendo la luz.

Cuando hablo del “alma encendida” de Julio Rodríguez, no digo “acuerdo” con todo lo que él pensó y escribió. Se sabe que la unanimidad de pensamientos y emociones es la quimera demencial de vanidades, fanatismos y dictaduras. Don Julio lo sabía y lo escribía cada vez que le era oportuno y posible. Sostengo otra cosa: que el ser personal trasciende las diferencias humanas, y reivindica la unidad de lo diverso y la concordia en la discrepancia. De este modo, al decir de Píndaro, agota el campo de lo posible y celebra la vida, la de acá y la de más allá, que, a la larga, tal vez sean la misma. Julio Rodríguez practicó, hasta donde le fue posible, este arte de la concordancia entre opuestos.

¿Aficionado a la filosofía? Valga aquí un comentario sobre la relación entre don Julio y la filosofía. Él acostumbraba decir que era un aficionado a la filosofía. No lo creo. Si por filosofía se entiende una teoría o teorías con formas de expresión específicas y objetos de estudio predefinidos, entonces sí, Julio Rodríguez tenía razón. Pero, si la Filosofía se define, al estilo de Ludwig Wittgenstein en el Tractatus, como una práctica intelectual esclarecedora, una actividad analítico-crítica, y no una doctrina, entonces el creador de la columna “En vela” hizo de filósofo mejor que muchos profesores de filosofía, y, junto a él, cientos de miles de costarricenses y millones de habitantes de este planeta son más claros, diáfanos y decisivos que la más compleja y laberíntica de las filosofías que deambulan en el globo y el universo.

Lo dijo Saramago refiriéndose a su abuelo: “El hombre más sabio que he conocido no sabía leer ni escribir”. Algo semejante afirmó Julio Rodríguez de los costarricenses que en los albores de la independencia, apoyándose en la experiencia, y sin necesitar diseñadores ni planificadores, ni ideólogos iluminados ni políticos redentores, construyeron el perfil histórico de la patria. Sí, don Julio, las teorías palidecen frente a la más pequeña de las experiencias o la más anónima de las vidas.

Dignificar la palabra. Otro tema relevante que apasionó a Julio Rodríguez fue el lenguaje. Visitemos, entonces, el infinito huerto del idioma ¿Qué encontramos? Palabras que, al decir de don Julio, “pueden ser muros o ventanas, vectores de violencia o de paz, de verdad o de mentira”, y las mejores de ellas quieren ser “acción sin violencia”, como sugiere Emmanuel Levinas, el autor que defendió la indistinguible unidad entre el lenguaje y la ética, algo que a Julio Rodríguez lo sedujo sin descanso.

“Las redes sociales –escribió el creador de ‘En vela’– han ganado en cantidad, pero han perdido calidad. El pueblo de Costa Rica, en honor a la verdad y a la justicia, no está en ese redondel de vulgaridad, pero sí se han refugiado en él diversos sectores… Una cosa es la crítica, necesaria y fecunda, y otra, la bestialidad del insulto o de la crítica no argumentada”.

Julio Rodríguez denunció los lenguajes del odio que han penetrado las redes electrónicas y que encuentran sus mejores y masivas expresiones en el insulto puro y simple, sin argumentación o con argumentación fanática y sectaria. Incapacitados para conversar, estériles en el arte del diálogo, que es propio de la dialéctica de ideas y visiones diversas, algunos no encuentran otro camino más que envilecer el idioma. Dignificar la palabra, pulir las ideas, ahondar en pensares y sentires, esforzarse por hablar y escribir bien, es una tarea cotidiana que vence el uso indigno del lenguaje. Esta es una de las lecciones permanentes de don Julio.

Más hondo. Escribí, al iniciar este comentario, que el alma se enciende al celebrar la vida. Según una antigua creencia, el alma encendida adquiere conciencia de que es antigua, vieja, si se quiere, insondable como la eternidad, y que su propósito es liberarse de toda prisión y disfraz. Julio Rodríguez luchó por la libertad y quiso liberarse de toda ilusión. En esta hora, ¿dónde está?, ¿dónde su alma?, ¿dónde la luz de su ser encendido? Desde hace un tiempo no leo sus llamas en estas páginas, que ahora han de ser más grandes e intensas, más fraternas y sabias.

A Julio Rodríguez nada de lo humano le fue ajeno, pero, de modo especial, se identificó con la infancia. Él podría haber sido el autor de las sabias palabras de Khalil Gibran cuando afirmó que debemos protegernos de “… la sabiduría que no llora, de la filosofía que no ríe y de la grandeza que no se inclina ante los niños”.

Don Julio: que la vida de los inocentes y de los justos sea el futuro; estoy seguro de que usted comparte esta utopía, esta esperanza, esta lucha. Termino... “Ahora, soñar es verte/ y ya, en vez de soñar,/ vivir será mirar/ tu luz, hasta la muerte” (Juan Ramón Jiménez).