Judicialización de la ética

Hay entre las personas un reclamo por la ética, intuimos que la hemos dejado de lado

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“Lo que ocurre –escribió Unamuno– es que nuestra moral corriente está manchada de abogacía, y nuestro criterio ético estropeado por el jurídico”, y en esa lapidaria frase resume un mal de nuestro tiempo: delegamos en las leyes algo que le correspondía al ser humano, es decir, dirigir su propia vida.

La ética no es un aditamento que nos llega por decreto, ni un producto de las leyes. Es, al entender del filósofo español José Luis López Aranguren, lo que hacemos de nosotros mismos, viviendo.

Por eso, al renunciar a la ética, a la capacidad de actuar racionalmente, renunciamos también a nuestra humanidad.

Entre más leyes hay como respuesta a la incapacidad de autodominio, más se demuestra la imposibilidad de un pueblo de dirigir su propio destino, la desconfianza, la coerción ante la ausencia de la responsabilidad y del uso de la razón.

Absurdo. Debe haber leyes, eso es indiscutible. Normas de diversos tipos y sobre diversos temas que nos ayuden a vivir en sociedad, pero al proponer leyes sobre ética caemos en el mayor de los absurdos.

Muchas veces partimos de un contenido ético para crear una norma jurídica, con la buena intención de salvaguardarlo: la dignidad humana, por ejemplo. Incluso, como señala Adela Cortina, al declararse los derechos humanos no se les está inventando, sino que se les reconoce. Es decir, existen aun sin la declaración, le preceden.

El problema es que ahora queremos meter toda la ética dentro de las normas positivas, con lo que el ser humano “se libraría” del difícil arte de pensar antes de actuar, de considerar al otro como un igual a sí mismo y terminamos todos convertidos en objetos de la ley, más que en sujetos y actores de lo que nos pasa.

Hay entre las personas un reclamo por la ética, intuimos que la hemos dejado de lado. Pero la respuesta sigue siendo de orden jurídico, legal, disciplinario. Que es lo mismo que tratar de prevenir la enfermedad, solamente curando a los enfermos.

Cierto es que deben existir consecuencias ante el incumplimiento de normas y deberes sociales, pero si solo nos enfocamos en la coacción como mecanismo preventivo, olvidamos que la ética tiene una ineludible vinculación con la autonomía.

Convencimiento. Al hablar de la promoción de la salud, entendemos claramente que el ideal es que una persona se ejercite bajo el convencimiento de que esto le conviene, no se nos ocurre imponerle una multa de medio salario mínimo si no lo hace.

Lo mismo sucede con la ética: no se trata de multar, castigar o encarcelar a quienes no cumplan con sus deberes como personas, como ciudadanos o trabajadores; se trata de que estén convencidos –autónomamente– de que esos deberes les convienen y a la sociedad en la que viven. Y este convencimiento no se logra con inventar nuevas y más estrictas leyes que regulen la conducta, sino que deben centrarse en promover una autoregulación.

Así, la ética, más que de leyes, trata de la formación humana, de lo que pasa en nuestras casas, en el sistema educativo y en las relaciones sociales en general.

No se trata de crear infracciones y mecanismos de vigilancia que atrapen al culpable, sino de formar ciudadanos responsables y respetuosos los unos de los otros.

No se trata de meter a todos los transgresores a la cárcel, sino de que no haya transgresores. No se trata de que actuemos por el temor a consecuencias indeseadas, sino por unos principios y unos valores comunes que nos permitan crecer como sociedad.

Mientras sigamos creyendo que la solución a nuestra crisis ética es la judicialización de la conducta, el dominio de la ley, más que el domino de cada persona sobre sí misma, será el mecanismo de la condena el que dirigirá nuestras vidas, y acabaremos todos condenados. No por la ley, sino a depender irremediablemente de ella.

El autor es psicólogo.