Jimmy Carter y Barack Obama

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PARÍS – “¿Cuántas divisiones tiene el Papa?”, respondió Stalin cuando se le advirtió que tuviera cui-dado con el Vaticano. En una lección actualizada de realpolitik , el presidente ruso, Vladimir Putin, consideró con gusto al papa Francisco como un aliado en contra de la intervención militar estadounidense en Siria. Presentándose a sí mismo como el último pilar que respeta el derecho internacional, Putin ofreció lecciones de ética a los Estados Unidos y, en particular, al presidente Barack Obama.

Con la firma del acuerdo entre los Estados Unidos y Rusia, el 14 de septiembre en Ginebra, para poner bajo control internacional las armas químicas de Siria, Rusia ha vuelto a la escena global, y no solo por su condición de antagonista. ¿Podría Putin recibir algún día, como fue el caso de Obama, el Premio Nobel de la Paz? ¿No ha entrado ya el ministro de Asuntos Exteriores, Sergei Lavrov, que propuso el acuerdo, al selecto grupo de los grandes diplomáticos rusos, como sucesor de Karl Nesselrode, enviado ruso al Congreso de Viena de 1814-15 y al Congreso de París de 1856?

Por supuesto, la diplomacia rusa ha tenido un extraordinario desempeño últimamente, pero no destaca solamente por sus propios méritos. Los diplomáticos rusos no habrían hecho mucho sin los problemas de la política exterior de Estados Unidos –víctima de las indecisiones de Obama y la hostilidad de los estadounidenses a cualquier nueva aventura militar, por limitada que sea– y las profundas divisiones internas en Europa.

Sí, Rusia está surgiendo de su humillación tras el colapso de la Unión Soviética. Heredera de una tradición imperial que ha definido su identidad nacional, Rusia está retomando en Medio Oriente un papel y un estatus más acordes con los que tuvo desde la era zarista hasta la soviética.

Sin embargo, Rusia no está a la altura de los estadounidenses en términos militares, ni de China en términos económicos, y su poder suave es prácticamente inexistente. Si Rusia puede provocar a los Estados Unidos –por ejemplo, mediante la oferta de asilo al “traidor” Edward Snowden o al mostrar resistencia a la diplomacia occidental en Medio Oriente–, no es porque sea de nuevo una gran potencia, sino porque, sencillamente, Estados Unidos ya no es la gran potencia que solía ser.

La crisis siria lo ha mostrado claramente. La reciente diplomacia estadounidense parece deficiente e ingenua. El manejo que ha hecho Obama de la crisis siria evoca, cada vez más, la respuesta que dio Jimmy Carter a la crisis de rehenes en Irán hace 33 años, en particular la operación fallida en 1980 para rescatar a los estadounidenses secuestrados, luego de la toma de la Embajada estadounidense en noviembre de 1979. En ese entonces, también, la indecisión parecía predominar sobre la determinación, lo cual contribuyó al fracaso de la misión.

Carter era en cierto modo un ingeniero insulso, mientras que Obama es un abogado carismático. Con todo, parece que comparten una indecisión fundamental en cuanto a su enfoque hacia los asuntos internacionales. A Carter le costaba trabajo elegir entre la línea enérgica de su asesor de seguridad nacional, Zbigniew Brzezinski, y el enfoque más moderado de su secretario de Estado, Cyrus Vance.

En contraste, entre los asesores de política exterior más cercanos a Obama –Susan Rice, la asesora de Seguridad Nacional; Samantha Power, sucesora de Rice como embajadora de dicho país ante la ONU; y el secretario de Estado, John Kerry– no hay desacuerdos fundamentales. En cambio, es el propio Obama el que constantemente parece indeciso. Las divisiones están en la cabeza de Obama, no entre sus asesores.

Como buen abogado, Obama pondera los pros y contras, y sabe que es imposible no hacer nada respecto a la crisis siria, pero, al mismo tiempo, permanece visceralmente opuesto a participar en cualquier enredo exterior que pueda distraer la atención de su agenda de reforma nacional. Más importante: parece no tener una visión estratégica de largo plazo sobre el papel de los Estados Unidos en el mundo. Ni el actualmente en boga “giro asiático” ni el “rearranque ruso” hace cuatro años constituyen el principio de un gran plan.

En dicho contexto, el retorno de la realpolitik solo puede beneficiar a Rusia y dañar a los Estados Unidos, a pesar de las muchas ventajas que tiene este último en términos de poder suave y duro. El acuerdo para controlar las armas químicas de Siria, concluido entre Rusia y los Estados Unidos, podría ser recordado un día como un hito extraordinario en el tema del control de armas. Sin embargo, es más probable que se perciba como una gran decepción: recordado no por ayudar al pueblo sirio, sino, principalmente, como una señal de la creciente debilidad estadounidense a nivel internacional.

En ese caso, el acuerdo no solo perjudicará la reputación estadounidense, sino también socavará la estabilidad global. La debilidad es igual en todos lados, ya sea en Moscú, Beijing, Teherán o Pyongyang.

Dominique Moisi, profesor en L’Institut d’études politiques de París (Sciences Po) y asesor del Instituto Francés de Asuntos Internacionales (IFRI). Actualmente es profesor visitante en el King’s College de Londres. © Project Syndicate.