Jaime Gutiérrez Góngora: Cuando el cambio es amenaza

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Todos hemos necesitado un cambio. Todo nivel de infelicidad, ignorancia, enfermedad, pobreza e injusticia reclama un cambio en un momento dado.

En la esperanza de percibir un beneficio, sin embargo, ninguna persona ha podido evitar –en alguna ocasión– cosechar, más bien, un perjuicio con el cambio.

Sin embargo, las consecuencias del cambio adquieren una magnitud distinta cuando se refieren al ámbito político y económico, que involucra multitudes. Y ningún pueblo ha escapado de ser víctima de un mal cambio. Ha llevado al poder, en elecciones libres y por extraordinarias mayorías, a los más grandes malhechores y criminales que registra la historia, como Hitler.

De las cenizas de la pesadilla hitleriana surgió una nueva Alemania impuesta por los aliados victoriosos.

La conocida República de Weimar representaría un cambio radical; sería un baluarte contra una nueva dictadura, pero resultó en un mal cambio: emergió una Alemania menesterosa e indefensa.

Fue un cambio impremeditado ni producto de un proceso libre de los odios que dejó la guerra para poder, así, nutrir un organismo político viable en medio de un continente en caos.

Weimar le imponía al pueblo alemán condiciones humillantes, reparaciones económicas impagables expresamente diseñadas para castigar a su pueblo, y lo empobrecía. Y todavía peor, limitaba su aparato de seguridad a funciones policiales. Se proscribió el ejército a una Alemania enmarañada en un estado de violencia cruenta e incesante entre bandas bien armadas de extrema derecha y extrema izquierda.

“Una nueva guerra vendrá”, vaticinó Robert Lansing, secretario de Estado de Estados Unidos, “tan seguramente como la noche viene después del día…Los términos de paz (de Versalles) me parecen inmensurables, duros y humillantes”. Esta mala paz – no toda paz es buena – socavó el rumbo de Europa hacia una paz duradera.

Se desata la tempestad. La clase media alemana, reducida a la proletarización por el Tratado de Paz, demandó el cambio. Los alemanes abandonaron su lealtad a la democracia y se convirtieron en los impulsores de los ardides de la dictadura nazi. Hitler complació sus demandas de cambio sin tapujos. Prometió hacer realidad el proyecto de Mein Kampf.

Encarnó en ese texto lo demoniaco. Pocos objetarían el juicio de que, de las manifestaciones del mal en la tierra, la más emblemática fue el reino satánico del Tercer Reich, que el pueblo alemán ratificó abrumadoramente en una cadena de elecciones limpias.

Ya para el 12 de noviembre de 1933, el 92% de los alemanes sellaron el fin de la democracia en Alemania al aprobar una sola lista de candidatos al Reichstag presentada por el partido nazi. No podía quedar duda para nadie: Hitler desafiaba al mundo entero y, en ese afán, contaba con el apoyo abrumador del pueblo germano. El pueblo alemán obtenía ya el cambio que demandó.

Amenaza del cambio radical. Filósofos en varios países europeos en los siglos XVII y XVIII, enfrentados a un mundo de superstición y feudalismo, buscaron el cambio. Se dedicaron a redimir la ignorancia de sus pueblos con la luz clarificadora de la razón. Inspirados por la gran revolución científica, aseguraban que solo por medio de la razón era posible descubrir verdades universales. La revelación divina no era necesaria.

Muchos opinan que Hegel es el verdadero arquitecto de la satánica mente de Hitler. Evidentemente, inspiró (influenció) la dialéctica del Mein Kampf, pero la meta de Hitler no era ganar un concurso de lógica sino, por medio de la barbarie, hacer realidad su visión de un cambio radical.

Para Descartes y muchos filósofos franceses, simplemente había que fomentar el cambio. El cambio total y radical. Por medio de la lógica había que terminar con “los perjuicios” del pasado.

En Escocia y Gran Bretaña había otra escuela liderada por Hume, Adam Smith y Edmund Burke, quienes reconocían las limitaciones del poder de la razón. Expresaban la tesis de que los sentimientos humanos introducían nuevas y valiosas aristas al cambio radical francés.

Burke planteaba que cada nueva generación era apenas una pequeña parte de una larga cadena de acción y pensamiento. Que los humanos no son más que fideicomisarios de la sabiduría de épocas pasadas y que la obligación de la clase pensante era pasarles, un poco mejorada, ese conocimiento a las futuras generaciones.

Para Burke, ese enfoque del saber llenaba vacíos que dejaba la razón. Aseguraba que las antiguas instituciones, implícitamente, encerraban más sabiduría de la que podría tener un solo individuo. De la mente de esos filósofos surgió un concepto del cambio que les da un lugar a la modestia, al gradualismo y al balance. Aceptaban que un organismo social es más complicado de lo que cualquier “ilustrado” puede concebir.

Burke condenó a filósofos que llegaban al extremo de valerse del razonamiento abstracto para terminar con instituciones que habían sobrevivido la prueba del tiempo. Abogaba por un cambio sostenible modificando las instituciones desde adentro: conservando lo bueno de ellas y ajustando lo que no están funcionando bien. Pero nunca, para Burke, se debe cambiar la esencia fundamental de una institución.

La tiranía de la razón. Actualmente, un grupo de filósofos ha llegado a censurar la Ilustración como la fuente de la extraordinaria intensidad de muchos de los males contemporáneos como la irreligión, la hegemonía occidental y hasta la tiranía de la razón. La dialéctica de la luz y la oscuridad, para ellos, no ha probado estar bien equipada para capturar los tonos grises del mundo actual.

Por la experiencia con la colosal radicalidad de nuestro tiempo, para estos filósofos, el momento parece haber llegado para buscar un abordaje espiritual para enfrentar el problema del mal. Para el gran teólogo y filósofo Gregory Boyd la experiencia con Hitler sirvió para romper el “baluarte” del racionalismo de la Era de la Ilustración que había controlado la teología occidental y que había desechado lo demoniaco como un pedazo de mitología pasada de moda.

En nuestro tiempo, otro cambio radical impulsado por medios satánicos, busca, con creciente éxito y fuerza, islamizar la civilización occidental. De la forma en que se maneje esta amenaza dependerá la preservación de la civilización occidental y la vida civilizada en la tierra.

(*) Jaime Gutiérrez es médico..