Intel por dentro

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Fue en 1997 cuando recibí aquella carta invitándome a unirme a Intel Costa Rica. Luego de una entrevista y la difícil decisión de poner varios proyectos en pausa, me envestí con la gabacha y el casco requerido para trabajar en una planta en plena construcción. Estuve allí hasta mediados de 2001.

En aquellos días, tan solo decir que trabajabas en Intel, te ponía en una categoría aparte; todos querían estar allí, ser parte de la historia y la revolución tecnológica que se avecinaba. Ciertamente, jamás llegó tal revolución; pero sí sucedieron otras cosas.

Ya en esos años, era claramente perceptible el llamado “efecto Intel” en las exportaciones y en la economía, una nueva industria empezó a moverse. Más empresas transnacionales pusieron sus ojos en el país, proveedores nacionales encontraron una veta de oro, vimos cambios en la legislación y construcción de obra pública que se creían inviables, empezaron a aplicarse prácticas de producción, administración y gestión del talento humano que en aquel momento eran muy novedosas.

Desde el inicio, estuvo patente la amenaza de que la empresa podría irse en cualquier momento, porque era más eficiente y resultaba más barato producir en Asia, y ni siquiera se cernía sobre el horizonte la amenaza de las tabletas, los teléfonos inteligentes y demás dispositivos afines, para una empresa centrada en la producción de partes para computadora.

Lo que viene. Para mí, Intel no fue un paraíso, pero sí una gran escuela. Para nadie era un secreto que algunas costumbres costarricenses eran un obstáculo para implementar varias política y prácticas globales. Se hacía mucho énfasis en la importancia de cuidar los activos, de no saltarse las medidas de seguridad, de seguir los procedimientos establecidos. A algunas personas se les convencía; a otras, no tanto. Y como medida preventiva, se implementaron controles que en otras latitudes eran innecesarios (solo por si acaso, aunque hubo más de un caso).

Más que de tecnología y producción, aprendí sobre conducta humana, y eso marcó mi rumbo profesional. Como pasa en cualquier otra organización, conocí allí muy buenas personas, algunas de ellas se quedaron hasta el final y pronto no tendrán empleo. También estaban aquellas otras que no daba mucho gusto conocer, a las que se les está muriendo la gallina de los huevos de oro.

Ese era el Intel de finales y principios de milenio, el que conocí por dentro. Al de hoy, al que se va (a medias, pero se va), a ese no lo conozco. De todas formas, no deja de importarme lo que pasa, no solo por la afectación a la economía y el empleo, también porque conservo un par de lesiones que son recuerdo de aquel piso de manufactura, y me acompañarán por toda la vida.

A fin de cuentas, el balance es positivo, aprendí y crecí mucho, mi vida cambió para bien. Hoy pienso en los amigos que aun trabajan allí y están valorando qué sigue ahora, pero sobre todo, pienso en los retos que, como país, nos quedan por delante.

No se trata de echarles la culpa a los vivillos, ni al panorama político nacional. Los que tienen los ojos bien abiertos saben que esto es otro signo más de algo que se viene gestando desde hace tiempo dentro y fuera de nuestras fronteras.

El panorama mundial está cambiando y no estoy tan seguro de que estemos preparados para poder afrontar lo que viene. Espero equivocarme.