Integridad y perfume de mujer

Uno casi siempre puede distinguir entre el bien y el mal, pero no siempre opta por lo primero

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En 1992, en la película Perfume de mujer, Al Pacino interpretó a Frank Slade, un amargado oficial retirado del Ejército de los Estados Unidos, quien en la guerra había perdido el sentido de la vista, y que planeaba dejar este mundo de una forma peculiar: ir un fin de semana a la ciudad de Nueva York, hospedarse en el hotel Waldorf-Astoria, comer bien, tomar buen vino, disfrutar a plenitud la vida nocturna y luego, vestido con su elegante uniforme de teniente coronel, símbolo de su mayor logro, volarse los sesos.

Para ello necesitaba un guía y lo encontró en Charlie (interpretado por Chris O’Donnell), un joven estudiante de secundaria quien para ganarse unos dólares en vacaciones aceptó el encargo.

En “la ciudad que no duerme”, Slade se entretuvo a lo lindo, gastó buena parte de sus ahorros y —guiado por el aroma de un jabón de tocador, que correctamente identificó como Ogilvie Sisters— dedujo que en el salón, en una de las mesas al lado, había una joven sola, con quien procedieron él y Charlie a conversar.

Ella les contó que esperaba a un compañero, que llegaría en cuestión de minutos, ante lo cual Slade afirmó que “alguna gente vive toda una vida en un minuto” y procedió a invitarla a bailar tango. La joven dijo no saber bailar y que le daría pena equivocarse; pero Slade le aseguró que en el tango eso no existe, pues no hay error ni caída que impida corregir y seguir bailando.

Y, sin usar GPS, y con solo un poco de información respecto a las dimensiones y organización del salón que le suplió Charlie, bailó con la joven el famoso tango Por una cabeza. (Por cierto, The Tango Project, el grupo que para la película tocó esa pieza, se presentó hace unos años en un hotel en el Pacífico central de Costa Rica. Claro, que para los tangueros de cepa, la versión que cuenta es la cantada en 1935 por Carlitos Gardel, la que dice “Por una cabeza/ metejón de un día/ de aquella coqueta y risueña mujer/ que al jurar sonriendo/ el amor que está mintiendo/ quema en una hoguera/ todo mi querer”).

Charlie. Charlie era un estudiante pobre, sobresaliente y becado en una institución privada que una vez vio cómo algunos compañeros le hacían una broma de mal gusto al director. Ante eso, el director amenazó a Charlie con expulsión si no le decía quiénes eran los culpables, también con no darle una carta de recomendación ante la Universidad de Harvard, que con ella estaría dispuesta a admitirlo.

Durante el viaje a Nueva York, Charlie atendió mensajes de uno y otro lado para que delatara a sus amigos, pero él se negaba a hacerlo, a pesar de que reconocía el costo personal que ello aparejaba. Eso impresionó a Slade, que si bien era ciego, no era sordo y encontraba en el joven Charlie lo que no había visto en muchos de sus superiores.

Cerca del final de la gira, Slade pide a Charlie que fuera a comprarle un puro Montecristo (producto cubano escaso en EE. UU. por el embargo) a una tienda que él conocía, mandado que este procedió a realizar. Pero, en el camino, intuyó que algo extraño podía ocurrir a su patrón y con rapidez se devolvió a la suite. Allí encontró al teniente coronel vestido de gala y listo para suicidarse con su .45 y, a como pudo, luchó con él para evitar que lo hiciera.

Slade se quejó del curso que había tomado su vida, que ahora le era oscura, y Charlie le recordó aquello de que, cuando uno cae, ha de levantarse, como hacen los buenos tangueros. El trágico final no se dio y más bien el teniente coronel pareció agradecer a su lazarillo el haberle salvado el pellejo.

Llegó el día del juicio en el colegio y el director le recordó a Charlie que sin su recomendación difícilmente sería admitido en Harvard. Que debía, con detalle, informar lo que había visto. Charlie estaba solo, pues sus padres habían tenido problemas y no podían acompañarlo.

Pero, oportunamente, al auditorio ingresó el teniente coronel Slade, anunciando que él abogaría por Charlie a petición de sus padres, y lo primero que hizo fue mandar al carajo a toda la alta administración del colegio.

Integridad. Charlie, les dijo con voz firme, estaba defendiendo valientemente una causa en la que él creía (no ser soplón) con plena conciencia de que podría tener que pagar un altísimo precio por ello. Él no vende (traiciona) a nadie para comprarse un mejor futuro y eso, señores, se llama integridad. En su propia vida, afirmó Slade, él había enfrentado situaciones en que tenía que escoger entre el camino bueno y el malo. Siempre supo la diferencia entre uno y otro, dijo, pero no siempre optó por lo bueno, lo justo. ¿Saben por qué? Porque era muy difícil. A muchachos como Charlie este colegio debe estimularlos, protegerlos, no penalizarlos, porque, si no, ¿qué clase de personas van ustedes a formar?

La audiencia rompió en aplausos. Charlie fue dejado en paz. El director del colegio perdió. Su chantaje quedó al descubierto.

Uno, como reconoció el teniente coronel Slade, casi siempre puede distinguir entre el bien y el mal, pero no siempre opta por lo primero. Un director o ejecutivo de un ente financiero sabe cuándo puede estar ante un conflicto de intereses, pero no siempre está dispuesto a escoger el camino recto si ello apareja (por ej.,) un sacrificio material.

Un empleado conoce si una operación que un superior le pide realizar es indebida, pero muchas veces procede a ejecutarla por temor a perder el empleo. La vida ofrece muchos ejemplos de este tipo. Como el ser humano es débil, y requiere apoyo, conviene tener presente el final del padrenuestro: “No nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal. Amén”.

Al salir del juicio que nos ocupa, el teniente coronel Slade, con una expresión facial ya bastante alegre, fue alcanzado por una esbelta dama, profesora de Ciencias Políticas, que se había apresurado a felicitarlo por su edificante participación.

–Teniente, me gustaría hablar más con usted de política. –Ya sabe dónde encontrarme, fue la respuesta de Slade. –¿Fleurs de rocailles? preguntó en voz baja Slade. –¿Cómo adivinó el nombre de mi perfume? Mas Slade no le respondió.

El autor es economista.