Indolentes y desmemoriados

No se migra, se huye; naciones reciben el dinero del narcotráfico como si de inversiones se tratara; y pobreza de todo tipo. De eso trata este artículo para abrirnos los ojos.

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La migración es uno de los fenómenos más honestos y transparentes sobre el cual volcar nuestro interés cívico. También uno de los problemas más complejos al que la academia debe prestarle atención comprometida –esto es: profundidad analítica–. Sus raigambres profundas y alcances múltiples no toleran aquellos abordajes livianos, propios de la pereza mental, que apela solo a lo intuitivo.

A no dudarlo, son los giros de las democracias y economías disfuncionales los que terminan expulsando desesperados. Exportar gente será siempre la tragedia más triste de un pueblo.

Se van los miserables primero. Por desespero económico y porque no les queda otra. La lógica así lo manda, vista su urgencia palmaria. Aún más, si se mira bien, esos no migran, huyen. Se alejan de la desprotección y tratan de superar el olvido al que se ven condenados.

Pero les siguen también los más afortunados, que a falta de garantías democráticas terminan expropiados en su propio país. O en el “mejor” de los casos, amenazados en sus querencias, al quedar desprovistos de los resguardos del Estado de derecho. A la proscripción de sus libertades, le sigue la proscripción de sus comodidades.

Así es como cuando la molienda del autoritarismo aplasta el espíritu liberal y proscribe toda iniciativa individual, termina marcando generaciones enteras; como tan penosamente pueden testimoniar Colombia, México, Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Cuba y, sin duda también, antes –porque no solo ahora– Venezuela.

Pero, además, y no hace tanto, Brasil, Chile, Paraguay, Uruguay, Argentina y Panamá, entre otros. Incluso Costa Rica –¿por qué obviarlo?– durante la primera mitad el siglo veinte.

Procrastinación. Estados que, por lo general, comparten la tragicomedia de continuar posponiendo las reformas estructurales, en contraste con los manidos parches que, en su lugar, deciden impulsar. Limitándose así a maquillar los problemas de siempre.

Parches que se agotan en simples placebos sociales, a estas alturas del subdesarrollo imperecedero al que parecemos condenados como repúblicas bicentenarias. No obstante, con niveles de inequidad oprobiosos, una incultura vergonzante y un sistema educativo que trasluce nuestras más elementales carencias como sociedad.

Se trata, digámoslo de una buena vez: de una región entera que, ante la falta de oportunidades y el exceso de impunidad ha caído tan bajo que ofrece a su gente, como trágica y última salida, ese supuesto “maná” encandilante en que se ha erigido para los menesterosos el crimen organizado.

Un conjunto de naciones que, digan lo que digan, recibe el lavado de dinero, no como seria amenaza a la igualdad privada y la integridad pública, sino como inversión extranjera directa. Soberanías que terminan concibiendo, a partir de ahí, la corrupción degradante, como un lubricante inocuo y hasta necesario del sistema hipertrofiado que las propias burocracias y clases políticas, sospechosamente, defienden a muerte.

En síntesis de esto último, lástima habrá de provocar aquella región en cuyo suelo el crimen organizado se erige ya no solo como alternativa para los menos escrupulosos, sino para los más desesperados.

Porque siempre será más fácil jurarse demócrata y honesto con el estómago lleno.

Violencia. Debe quedar claro, después de lo expuesto, que de ahí en adelante, la fuerza centrífuga de la violencia hará siempre el resto: zonas rurales que más parecen el viejo oeste, periferias costeras abandonadas a la suerte de las hordas piratas que desperdiga el narcotráfico por aire y mar, así como montañas inhóspitas que sirven como área de cultivo o terminan condenadas como refugio de lo ilegal. De fronteras más porosas que un colador, mejor ni hablar con tal de evitar redundancias.

Esto último para aterrizar sobre una clara sentencia: el poder político no solo se pudre del centro (de poder) hacia afuera (las periferias marginadas). Llega el momento en que la infección se generaliza y es tal que empieza a contaminarse el tejido social a la inversa.

Reclamando esas periferias, desde esa condena que supone siempre la marginalidad, su silla en el banquete del “desarrollo”. Ese al que también llaman “progreso” los mismos medios de comunicación que, por otro lado, alertan desde sus secciones de sucesos lo que contradictoriamente elevan desde la repetitiva apología del delito, desde el insulto a la inteligencia que supone todo espectáculo soez e incluso desde la violencia “pachuca” que nos recetan a través de ese fútbol tercermundista, de videos anecdóticos recogidos en redes sociales al azar o la vulgarización de la mujer como objeto decorativo o terciario.

Las resultas de semejantes fuerzas centrífugas quedan a la vista y son el residuo de la paciencia de tantos americanos indolentes y desmemoriados.

pbarahona@ice.co.cr

El autor es abogado.