Huida hacia adelante

Iglesias, política y periodismo están siendo arrasados por el deseo de desintermediación

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Encuentro un sugerente consenso en los últimos libros que he leído sobre la crisis de la política: los líderes políticos disponen hoy de muchísimo menos poder que antes y, sin embargo, muchos despliegan un discurso grandilocuente y pretencioso muy alejado de su patente impotencia.

Moisés Naím, en El fin del poder, es quien mejor sustenta con datos empíricos esa pérdida de fuerza de los políticos, pero coincide con los demás autores en la identificación de las causas. Sobre el declive y sus causas, refiero a esa bibliografía.

Lo que aquí me interesa es otro fenómeno: la pretensión de los políticos de compensar con teatralidad y verbo encendido esa creciente debilidad y, en algunos campos, verdadera irrelevancia.

Para Daniel Innerarity, en La política en tiempos de indignación, es “asombroso (…) el espectáculo de los políticos manteniendo sus discursos, su retórica, sus gestos (…) mientras ignoran o fingen ignorar el fondo de su impotencia colosal”.

Lo confirman Josep Colomer en El gobierno mundial de los expertos y Guy Hermet en El invierno de la democracia. Los dos dan cuenta del mismo desplazamiento de poder, de las manos de los políticos en los Estados nacionales, a las de los tecnócratas en los organismos supranacionales.

Uno lo celebra y el otro lo lamenta, pero el diagnóstico es el mismo: cuantas menos nueces, más ruido. A ellos se suma La mentira os hará libres de Fernando Vallespín: nunca antes los políticos gastaron tanto dinero en asesores de imagen y expertos en marketing, y nunca antes fueron menos confiables para sus conciudadanos y tuvieron una reputación más frágil.

La complejidad de los problemas, la mencionada deslocalización de los centros de decisión, la fragmentación partidaria, la volatilidad de los electores y la proliferación de órganos de control y mecanismos de veto los maniatan, pero cuanto menos margen de maniobra tienen, más promesas hacen y expectativas más altas crean.

No son los únicos. Un reciente reportaje de Alejandro Fernández y Antonio Cucho, para Univisión Noticias, mostraba cómo, justo cuando la Iglesia católica sufre una sangría de fieles y su hegemonía religiosa es erosionada por diversas variantes de pentecostalismos, ha pisado el acelerador de las canonizaciones.

En los últimos 420 años ningún papa ha canonizado tantas almas por año como Bergoglio: una tasa anual de 8,64, siguiendo una tendencia iniciada por Wojtyla y continuada por Ratzinger.

Así, en un momento en el que las ovejas abandonan por montones ese redil, y en el que el clero pierde credibilidad afectado por escándalos relacionados con su conducta sexual, el Vaticano ha redoblado la producción de su industria de santos que, en términos de capital simbólico, no son otra cosa que publicitaciones de la ejemplaridad moral de los suyos.

El tercer caso sigue la misma lógica de elevar las apuestas precisamente cuando peores cartas se tienen. Me refiero a la conducta de un sector de la prensa en medio de la aguda crisis del periodismo.

Las salas de redacción achicadas por la catastrófica caída en los ingresos por publicidad, aunque tienen hoy menos recurso humano para producir contenidos periodísticos duros, no han bajado su cantidad de publicaciones, ¡más bien la han aumentado!

Lo demuestra Ricardo Gandour en la investigación Decline of traditional media feeds polarization, publicada en la Columbia Journalism Review: en EE. UU. un 83% de los medios ha reducido el número de periodistas en su planilla en los últimos 10 años, de la mano, obviamente, de una disminución global de toda la producción periodística. A pesar de ello, entre el 2013 y el 2016, aumentaron un 6% su número medio de mensajes diarios en las redes sociales.

Ahora bien, si esas publicaciones no son noticias en el estricto sentido de la palabra, ¿qué son? Entretenimiento, publirreportajes, sucesos y enlatados de agencias de noticias sin contexto. Y opinión, mucha opinión, con un énfasis editorial desmedido en proclamar la importancia y las virtudes de la prensa, en convencernos de que son, porque sí, los voceros de la sociedad civil.

Para peores, la proliferación de productores de noticias y la fragmentación de las audiencias, dice Gandour, reduce la influencia editorial de la prensa sobre la agenda del público. De modo que, cuando más personas están dispuestas a creerles a los blogueros de teorías de la conspiración antes que a los medios de referencia, cuando los periodistas han perdido el monopolio de la intermediación entre “lo que pasa allá afuera” y el individuo, cuando han perdido la exclusividad de la llave de acceso al discurso público, y cuando menos capacidad tienen de proveer el servicio público que deben dar, es el momento en el que publican más y enfatizan más la trascendencia de su papel en la sociedad.

¿Por qué lo hacen? ¿Por qué políticos, líderes religiosos y periodistas se comportan así? Porque tienen pánico (y con razón) de tornarse irrelevantes, de perder su rol social. Los políticos, las Iglesias (la católica y las protestantes históricas, también en crisis), y el periodismo, no son otra cosa que la acción política, la religión y la producción de información, profesionalizadas e institucionalizadas.

Desintermediación. Más allá de los factores que inciden en específico en las crisis de cada una, las tres instituciones están siendo arrasadas por uno de los fenómenos distintivos de nuestro tiempo: el deseo de, y el reclamo por, la desintermediación. No quiero intermediarios entre la decisión sobre los asuntos públicos y yo, entre lo espiritual y yo, ni entre la información y yo. No quiero un político que matice mis ideales o transe con mis intereses, ni un sacerdote que me absuelva de pecados, ni un editor que filtre lo que leeré o publicaré. Acción directa, rechazo, aversión a las élites dirigentes y rebelión de las masas. Es lo que Ortega y Gasset diagnosticaba en la aurora de los totalitarismos de su época.

Ese es el spoiler: la desintermediación no es seguida por la emancipación, la libertad y la armonía, sino por el caos, la anomia y la barbarie.

Claro que hay una victoria en este derrumbe de antiguas fortalezas. Un vientecillo de toma de la Bastilla recorre el mundo. Pero antes de festejar sepa que conforme las instituciones dichas sucumben, todos nos hundimos en la parálisis política, se abre el espacio para los populismos, se desboca el fundamentalismo y el fanatismo religioso (la institucionalización modera, contemporiza, el carisma) y se instala la posverdad en la “fachosfera” de las redes sociales.

Hienas mucho peores que nuestros más decepcionantes políticos, sacerdotes y periodistas aguardan para dar el zarpazo. Porque persistirán los juegos de poder, los conflictos y la resolución de los asuntos colectivos; seguirá habiendo gente religiosa y procesos de producción noticiosa y flujos de información.

La diferencia es que todo ello será menos inteligible, más imprevisible y más difícil de someter al escrutinio público y a estándares mínimos de respeto a los derechos humanos.

Mientras, defensivamente, los representantes de esas instituciones agonizantes reaccionan al circo que les está pasando por encima pintándose la nariz, a ver si acaso. Banalización de la política, de la religión y de la información, reducidas a espectáculo, entretenimiento para consumir pasivamente en los exhaustos ratos libres que en esta, la sociedad del cansancio, pasamos de la cuna a la tumba cuando no estamos trabajando.

Por eso, permítanme dos consejos. Estimados políticos, clérigos y periodistas: acelerar justo cuando uno va a chocar no suele ser buena idea. Costarricense que está deseando ver ese bombazo: usted y yo vamos en el asiento de atrás.

El autor es abogado.