Hugo Mora Poltronieri: Derechos humanos y la población LGBT

Nada en la Constitución impide reconocer los derechos de las parejas del mismo sexo

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Mientras en otros países las mentes pensantes luchan por la promoción y aceptación de los derechos humanos de tercera generación y más allá, aquí continuamos, erre que erre, en la lucha por algunos de los derechos humanos de primera generación.

De no ser por esa olímpica generación de finales del siglo XIX, cuyo máximo logro provisional fue el de separar el Estado del poder clerical, todavía seguiríamos batallando contra la jerarquía católica por enterrar decentemente a nuestros parientes y conocidos de otras creencias: lo debido era enterrarlos “como cualquier animal”, ya que para ser inhumado como hoy había que ser católico declarado, visto que la jerarquía católica tenía la última palabra en esos cementerios, supuestamente públicos. Y, en vida, se debía padecer la cárcel de un matrimonio infeliz porque no había ni divorcio ni matrimonio civil.

Los que peinamos canas recordamos todavía cómo se despotricaba en los medios clericales contra los hijos habidos fuera del matrimonio, a los que se calificaba hasta legalmente como “ilegítimos”, “naturales” y aun de “bastardos”, con la ignominia social que tales calificativos implicaban para los afectados. El nido extramarital en que tales personas venían al mundo fue tildado por décadas de “concubinato escandaloso”.

Debió pasar el tiempo para que tales estigmas desaparecieran de la legislación nacional, según se lee en al actual Código de Familia: todos los hijos son iguales ante la ley, y el “concubinato escandaloso” ha sido reconocido, con todos sus derechos y obligaciones, con un nombre más civilizado: unión de hecho. Y no como una concesión o regalo: la ley debe adaptarse a la realidad social existente.

No puede negarse la importancia de la familia como base de la sociedad; ni la del matrimonio como fundamento de la familia. Pero hay un filisteísmo en negarse a reconocer, por parte de los altos funcionario del Estado, que ambos conceptos han sufrido cambios impresionantes a lo largo de la historia, al punto de que hoy la sagrada familia aún existente ha ido cediendo el paso a otras realidades igualmente respetables y necesarias para el funcionamiento armonioso de la sociedad.

En cuanto al matrimonio, es una institución legítimamente civil (con ese u otro nombre) aunque de ella se hayan apropiado para su propio provecho los distintos credos religiosos.

Acciones débiles. Lo que vemos en este país, en relación con la negación de derechos legítimos a la población LBGT, es vergonzoso: los tres poderes de la República se manifiestan incompetentes para atender a un sector de la población en su necesidad de integrase plenamente como ciudadanos, aunque solo fuera porque tienen también las mismas obligaciones comunes a todos los costarricenses.

Pasarse el problema de un poder a otro no es la solución. Diga lo que diga el Código de Familia, nada hay en la Constitución que impida expresamente una solución racional y humana al atolladero en que han naufragado distintas propuestas.

Por lo mismo, parece ser que ante las migajas con que se ha ido aplacando a este colectivo en los últimos tiempos, lo que procede es una resolución definitiva del conflicto por parte de quienes tienen toda la autoridad y sapiencia necesarias: los magistrados de la Sala IV.

Por tanto, estamos en espera de una interpretación clara y contundente de los principios constitucionales en favor de la igualdad de los ciudadanos ante la ley, así como de su dignidad como personas, descartando la argumentación arrogante y vacía de humanidad de quienes pretenden sujetar la vida privada y pública de los ciudadanos al dogma, al prejuicio, a la ignorancia y a la humillación perpetua.

(*) El autor es profesor en la Universidad de Costa Rica