Historia, cristianismo y moralidad

Si los Estados pueden impulsar valores morales es pregunta retórica: no solo pueden, sino deben

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En torno a las insistentes críticas que se hacen recientemente a la Iglesia Católica, ha vuelto a acentuarse el debate sobre cristianismo y moralidad, en estrecha conexión con el tema de la relación entre religión y poderes públicos. Sin embargo, esta discusión muestra un problema cognitivo: las reflexiones refieren con frecuencia a un momento histórico puntual, que impiden tener alguna idea de la evolución general del proceso. Así, resulta muy difícil valorar la revolución moral del cristianismo (hace dos mil años) ante hechos como la Inquisición (ya en el segundo milenio), o su relación (mucho más actual) con los valores seculares de la Ilustración y la revolución moderna.

Es imposible describir esa historia en unas breves líneas, pero tal vez sea útil señalar la necesidad de tener en cuenta tal evolución, aunque sólo sea para contribuir a que el debate se ordene un poco y se haga más inteligible.

Universalización. Como muestran los trabajos sobre historia de la ética, la doctrina de Jesús significó sobre todo un salto en Occidente hacia la universalización de una moralidad basada en los valores altruistas. En el Oriente, entonces más avanzado tecnológica y políticamente, esa universalización había sido planteada por Confucio quinientos años antes. La antropología (incluyendo cambios demográficos y de organización social) de esa revolución valórica todavía no está consolidada. Pero es indudable que la propuesta “Ama al prójimo como a ti mismo” venía a superar la moralidad de los pueblos elegidos (muy ligada al “ojo por ojo”), así como la clásica construcción moral a partir de la indagación sobre la naturaleza del ser humano (en las sociedades esclavistas griegas). Por cierto, no es casualidad que fuera un apóstol de los gentiles, Pablo de Tarso, quien consolidara esa perspectiva universalista del cristianismo.

Organización. El choque de la nueva moralidad religiosa monoteísta con la cosmovisión del Imperio Romano fue considerable, lo que impulsó la persecución de los primeros cristianos. Sin embargo, la fuerza unívoca de esa nueva moralidad estaba condenada al éxito. Y cuando se dice aquí condenada no se está haciendo un eufemismo. La extensión rápida del cristianismo obligó pronto a la organización humana del éxito. Algo que significó dotación de estructura organizacional y ordenación del pensamiento. Si se tiene en cuenta que, desde el poder imperial, se hizo evidente las ventajas de cautelar y aprovechar ese éxito, es fácil entender como en torno al siglo IV la nueva religión del Imperio constituía a marchas forzadas una dogmática densa y una serie de decisiones (celibato sacerdotal, impedimento a las mujeres de ejercer el sacerdocio, etc.), que marcarían el cristianismo por siglos (y todavía lo hacen en la Iglesia Católica).

Así, la tolerancia y simplicidad teológica de los primeros cristianos fue dando paso al establecimiento de un robusto pensamiento único, que introdujo la figura de la herejía y su persecución como seña de identidad de la organización oficial cristiana. Y esa no fue la única forma de contradecir el espíritu universalista original: también los no cristianos (los infieles) dejaron de formar parte del pueblo de Dios.

Martín Lutero. Pero donde el éxito fue mayúsculo fue en el plano de la organización institucional y el aumento del poder temporal. Así, al inaugurarse el segundo milenio, el Papa Gregorio VII podía afirmar que él era el único cuyos pies besaban los príncipes, capaz de deponer emperadores y que no podía ser juzgado por nadie. El poder papal, rodeado de riquezas e hijos, llegó a ser el aplicador exclusivo de los valores cristianos al mundo terrenal. El teólogo Hans Küng considera a Inocencio III (1161-1216) como el hito de ese poder supremo: en su papado surgieron los cismas y las persecuciones más sangrientas (cátaros, por ejemplo), con la fundación de la Inquisición y el apogeo de las Cruzadas; pero también permitió los fuertes deseos de reforma (Francisco de Asís anuncia su renunciación en 1207). Esta dinámica divergente seguiría un camino inevitable: la ruptura del cristianismo en el siglo XVI a partir de la Reforma de Martín Lutero, con el argumento general de que la Iglesia se había separado de las enseñanzas de Jesús.

Estado y religión. Sin embargo, pese al conflicto que introdujo (las guerras de religión asolaron Europa por más de un siglo), la ruptura protestante se vio pronto subordinada a un nuevo cambio ético sobre otros parámetros: el que produciría el hundimiento del viejo orden medieval y su cosmovisión. En efecto, desde el cuatrocientos hasta las revoluciones políticas del XVIII, pasando por la Ilustración, emergieron valores en torno a un humanismo no trascendente que acabaron produciendo su propio cuadro valórico, expresado políticamente en la Declaración de los Derechos del Ciudadano.

Este cambio de parámetros morales tuvo lugar conectado a las nuevas relaciones entre Estado y religión. Como expuso Alexis de Tocqueville, un proceso bastante distinto en Europa y América: mientras las repúblicas europeas nacían contra el poder religioso, impulsando una fuerte secularización, la democracia en América del Norte buscó desde sus orígenes un Estado laico basado en una moralidad relacionada con el cristianismo. En América Latina esta relación fue mucho más compleja: contrariando las primeras encíclicas de Roma contra los procesos independentistas, muchos clérigos realizaron una síntesis propia entre valores cristianos y modernos, participando en la constitución de las nuevas repúblicas. La posterior negociación con Roma permitió a las recientes naciones encontrar un statu quo con el catolicismo, con matices distintos según país.

Valores morales. Tomando en cuenta esa evolución, parece más fácil encarar dos de las preguntas que resurgen estos días: ¿Qué relación hay entre valores cristianos y valores seculares (y constitucionales)? Así como ¿pueden los Estados impulsar valores morales? Respecto de la primera, el avance de la moralidad secular se expresa hoy en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en los principios constitucionales de los Estados democráticos en todo el mundo. Es indudable que los valores universalistas del cristianismo forman parte de sus raíces, pero también lo es que no son los únicos.

Respecto de si los Estados pueden impulsar valores morales es casi una pregunta retórica: no solo pueden, sino que deben. Todo Estado que haya firmado la Carta de Naciones Unidas no solo debe proteger los derechos humanos sino que debe promover su conocimiento y aplicación. De hecho, los Estados siempre han promovido valores morales, a través del sistema educativo y de otras instituciones públicas. Incluso han promovido opciones teológicas: la creencia teísta y su contrario, el ateismo (como pasó en el bloque del Este). Hoy las democracias deben, en cuanto a la moralidad, comprometerse mucho más con la promoción de los valores que componen la Declaración Universal y respecto de la religión, asegurar la libertad de culto y de conciencia.

Dos tareas no siempre cumplidas en igual medida.