Hacia una política costarricense

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En un artículo anterior traté de precisar la manera como entiendo las relaciones entre moral y política; releyéndolo y escuchando comentarios de amigos, me doy cuenta de que el panorama descrito es bastante sombrío, aunque desgraciadamente exacto, porque la práctica política requiere, para tener éxito, casi siempre de un pacto con el diablo. Sin embargo, existe una alternativa a ese pacto, de muy difícil realización, que intentaré explicar.

Se trata de construir una verdadera democracia, digamos, firmando un pacto con el pueblo; lo que ocurre es que para que ese pacto sea efectivo tiene que darse en una comunidad en la cual la gran mayoría goce de recursos económicos suficientes y alcance un nivel de educación aceptable; solo en una comunidad con estas características es posible construir un auténtico poder del pueblo, que permitirá un ejercicio transparente del poder. Solamente en esas circunstancias podremos suponer a la mayoría de los ciudadanos buenos y capaces de comprender y cumplir la ley de oro de la democracia: el camino hacia mi bien particular pasa a través del logro del bien común. En estas favorables condiciones podrá generarse la Voluntad General y asumir su condición de ley suprema del quehacer político; entonces la democracia no será una utopía, sino algo real, en tanto que poder del pueblo. Desgraciadamente, lo que ocurre es que en la historia de la humanidad lo que hemos tenido en abundancia es poder de uno, ungido por el Cielo o las armas, poder de los pocos asentado en la riqueza, y en casos muy raros, poder de la mayoría que goce de educación y bienestar económico.

Sin poder nada es realizable en política; por eso, para responder adecuadamente a la pregunta de si cabe hablar de una política democrática en Costa Rica, tenemos que comenzar por hacer un análisis realista de las circunstancias en que se ejerce el poder en nuestra comunidad. Internamente, lo primero que encontramos son serios obstáculos relacionados con carencias en educación e inadecuada distribución de lo que la nación produce. Es bien conocido que sin gozar de una razonable base material es muy difícil para la mayoría de los ciudadanos adquirir el mínimo de educación necesario para poder gobernarse a sí mismos; además, recordemos que la conquista de la libertad individual es condición indispensable para que el pueblo pueda gobernarse a sí mismo, para que se dé la democracia.

Existen también obstáculos externos para la formación de un poder soberano que le permita al pueblo costarricense ejercer la democracia. Tienen que ver con los poderosos procesos de globalización que cada día recorren con más fuerza el planeta y que han llevado a la humanidad a organizarse en bloques regionales, capaces de generar una nueva soberanía supranacional, mucho más viable para el mundo del siglo XXI, que la antigua soberanía asentada en el anacrónico Estado moderno. Europa es el ejemplo más avanzado, pero no le andan muy lejos los países asiáticos, aglutinados en torno a Japón y China; en América, Canadá, Estados Unidos y México están haciendo lo suyo para unirse y de paso unirnos o absorbernos. Finalmente cabe preguntarse: ¿Cuál es esa fuerza indetenible que impulsa la paz en el Medio Oriente, por encima de odios ancestrales de judíos y árabes, si no la imperiosa necesidad de construir un poder más amplio que el que puedan generar por separado los pueblos de Israel, Egipto, Libia, Siria, Arabia Saudita, Estado Palestino, etc.? El Medio Oriente requiere de una soberanía más amplia, para tener la significación que merece en escala planetaria en el siglo XXI.

En este mundo intensamente globalizado de hoy, es poca cosa lo que podemos hacer desde un miniestado como el costarricense. Por eso, para ser consecuentes con las características del mundo de hoy, tenemos que proponernos seriamente constituir un gran bloque regional en el Gran Caribe, integrado por México, Centroamérica, Venezuela, más Cuba y todas las otras islas de las Antillas. Solo formando parte de una unidad de estas dimensiones, podremos generar una nueva forma de soberanía suficientemente poderosa como para participar dignamente en el inevitable gobierno mundial que regirá los destinos de la humanidad en el siglo XXI.