¡Gracias, México!

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Hay un antes y un después del Instituto Cultural de México. Jamás país alguno había creado un ámbito para la generación colectiva de belleza y pensamiento como México con este hospitalario recinto, donde la plástica, la música y la palabra giran en una ronda de luces sin fin.

Su director, Mauricio Sanders, es, como sus predecesores, un príncipe. El Instituto perpetúa un pacto de sangre inmemorial entre ambas naciones: México acogió a Carmen Lyra, Yolanda Oreamuno, Eunice Odio, Paco Zúñiga, Alfredo Cardona, Rocío Sanz. Huyeron del cafetal, de su claustrofóbica, esterilizante estrechez espiritual. Fue su patria electiva –no la que les impusieron un acta de nacimiento y la arbitraria coreografía de los astros–.

Si Costa Rica tuviese doce cenáculos más de esta naturaleza, otra sería su fisonomía cultural.

En el Instituto he tenido el privilegio de platicar –término muy mexicano– sobre todos los temas imaginables. En mi última travesura conocí a quienes, en 1988, lo fundaron.

Amigos: tienen ustedes un lugar inmenso en el corazón de los artistas costarricenses. ¿Los “intelectuales”? Esos no lo sé. No pertenezco a tal especie. Me gusta conversar: eso es todo.

Nuestra deuda con México es inmensurable. Todo espíritu de altura necesita horizontes dilatados.

Gracias por darnos espacio para volar.