¡Gracias, D. Luis! ¡Gracias, profesor!

Luis Paulino Mora, un hombre preocupado por la libertad

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

A partir del deceso repentino de Luis Paulino Mora, se ha improvisado todo tipo de semblanzas. Desde los repasos periodísticos cajoneros que entremezclan su recorrido profesional con puntuales anécdotas, más bien cotidianas o personales, hasta las reseñas con corte intimista de sus amigos coetáneos y no pocos colegas que se deshicieron en aplausos y lamentos.

Esa ha sido la tónica, quebrada apenas indiciariamente por Vargas Cullel y Chinchilla García –en estas páginas–, quienes fijan su atención en el vacío que dejó el magistrado/presidente y el riesgo político implícito, dados los cercanos y magros antecedentes (destitución de Fernando Cruz por Liberación Nacional y quienes están detrás de ese cascarón partidario).

Cercanamente. En los últimos años, departimos periódicamente. Primero, en 2009, por una investigación regional, presta a publicarse, que dirigí en punto a la independencia judicial, mostrándose desde su elevada posición siempre abierto y solícito, asegurando personalmente incluso la colaboración de todas las dependencias judiciales que facilitaron raudas la información que les requerimos sobre la marcha, fuera favorable o no a la imagen institucional.

Después, se mantuvo siempre interesado en los resultados del trabajo, que me comprometí a compartirle a su tiempo. Tiempo que ya no nos alcanzó.

Pero también nos vimos semanalmente los últimos dos años. Esta vez, por pura academia. Yo, atento e irreverente estudiante, en el último posgrado que me prometí cursar en esta vida. Él, pausado y comprometido profesor.

Sin reserva, nos compartió sus experiencias, añejas muchas, desde sus inicios en Limón y en su recorrido siempre ascendente, incluidas sus incursiones en política, hasta aterrizar en su ingreso a la Corte. Después de ahí, todo el bagaje acumulado en resoluciones clisé del prontuario judicial que él firmó, para bien o para mal, para el aplauso o la crítica, como debe ser. Sus viajes y hasta sus errores como juzgador, errores que nos compartía para que entendiéramos, aprendiéramos y, según él, lo superáramos algún día. ¡Vaya compromiso!

Me sorprendió su llanitud desde la primera vez que lo tuve al frente. Confirmé su nobleza e inteligencia, muchas veces por mi “mala” costumbre de forzar los temas, de someter la teoría a estrés y oponerle argumentos a decisiones judiciales que él pensaba acertadas y yo no, o viceversa. Nunca rehuyó discutir con su estudiante, y lo que es mejor, a hacerlo como iguales, con ideas disímiles sí, pero entendiendo que en la discusión nos completábamos mutuamente, que los dos podíamos sacar algo de nuestros des-encuentros académicos. Que siempre podemos aprender del otro si aprendemos a no verlo como un enemigo amenazante a vencer, sino como un compañero de ruta con quien avanzar dialécticamente. Ninguno de sus múltiples sombreros fue antepuesto a los argumentos. Nunca se impuso a partir de esa precaria condición temporal que dan los títulos, fuera el de Profesor, Doctor, Magistrado o Presidente –todos con mayúscula intencional, quede claro–.

Y eso es raro, muy raro ciertamente en un país de reyes sin corona, de caciques de pulpería. No lo insuflaba el argumento adhóminem, ni para calificarse él ni para descalificar al otro.

Lección de vida. Toda una lección de vida que portaré como su más digno recuerdo. Su humildad precedía su valía, fincada siempre en argumentos rumiados entre libros, viajes y amigos dispares, de los que gustaba desprenderse, contándonos incidencias, bromas, pero sobretodo, lecciones y aprendizajes en torno a esa pasión compartida: el derecho constitucional y su relación sinérgica con el derecho penal. Y es que para entenderlo, había que darse por notificado: se trataba de un penalista con alma de constitucionalista. Un hombre preocupado por la libertad.

También, gracias a él, sé donde se consiguen los mejores chicharrones de Puriscal, muy cerquita del parque. Su candidez y simpatía purisca nos permitió departir hasta de esas cosas veredes casi con tanto gusto, como intercambiamos libros o subrayamos teorías.

Y es que recuerdo que iniciaba sus clases compartiéndonos su biblioteca. Clases que no pocas veces interrumpía con una broma bien puesta, como típico purisco.

El único profesor que reponía las pocas clases a las que faltaba solo cuando no le quedaba más remedio por su alto encargo, disponiendo fines de semana al efecto e incluso algún domingo para sus particulares exámenes orales, que normalmente se convertían en agudas discusiones sobre los temas límite de nuestro derecho constitucional y penal.

Dueño de una parsimonia muy señorial que acompasó con un fino y bien dirigido criterio político, cultivado en batalla y no en el claustro académico, encontró su mayor fortaleza como jurista: coherencia y valentía. Defendía sus puntos de vista y a veces los completaba con los contraargumentos que se le oponían. Eso es humildad, pero, sobre todo, inteligencia. ¿No es acaso lo primero el síntoma que introduce lo segundo?

Me cayó bien desde el principio y lo respeté profundamente después.

Llegué justo a tiempo para formar parte de su última generación de estudiantes de postgrado. Le saqué el jugo como a pocos profesores en mi carrera y siempre que nos vimos después me saludó afectuosamente, incluso con cierta deferencia.

Ese es el Luis Paulino que recuerdo. Ese fue mi profesor y ese seguirá siendo. ¡Gracias, D. Luis! ¡Gracias, mi querido profesor!