Garzón y la independencia del juez

Se ha maniatado un principio elemental de la democracia: la independencia judicial

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Baltasar Garzón ha vuelto a ser noticia, el Tribunal Supremo español lo ha sentenciado a 11 años de inhabilitación por uno de los tres juicios en los que ha figurado como acusado en los últimos meses. La figura de Garzón despierta toda clase de sentimientos; para unos es un juez ejemplar que logró dar una nueva dimensión a la justicia; para otros es un juez con ínfulas de grandeza, soberbio y prepotente. En este momento, eso es lo de menos. En el juicio que lo convierte formalmente en un delincuente se le atribuyó un delito de prevaricato –dictar resoluciones contrarias a la ley o injustas–.

En resumen, se afirmó que en un proceso por una extensa red de corrupción en la Comunidad Autónoma de Valencia, Garzón autorizó las intervenciones telefónicas de los imputados – entre los que se incluían a altos miembros del Partido Popular– y sus abogados, lo que supuso violentar el derecho de defensa. Garzón esgrimió varias razones, arropadas por la propia Fiscalía del Estado, para justificar su decisión. Al finalizar, los magistrados del Supremo lo encontraron culpable.

Aunque por lo general los abogados padezcamos de una endémica incapacidad para hacer lecturas distintas a la jurídica, aunque creamos, tan ingenuamente, que una decisión se agota solo en lo legal, lo trascendente aquí no es que la conducta del juez pudiera encuadrarse dentro del delito de prevaricato, sino lo que está detrás. El delito de prevaricato es un delito muy difícil de probar; en derecho todo es discutible, un argumento puede estirarse de un lado a otro y revestirlo de razonabilidad. En el caso de Garzón fue así. Basta con leer las opiniones de eximios juristas y catedráticos universitarios para concluir que cualquier resolución, en un sentido u otro, podía sostenerse jurídicamente.

Pero la cuestión no es si las intervenciones se justificaban o no, o si se violentó el derecho de defensa de los imputados de la trama Gurtel. Lo medular es que se revirtió la decisión de un juez sentándolo en el banquillo de los acusados y declarándolo autor de un delito. Lo medular, en suma, es cómo se ha maniatado un principio elemental de la democracia: la independencia judicial.

No sé si sea lo más grave, pero, por decir algo, resulta escandaloso que todo este circo haya provenido, en última instancia, del propio Poder Judicial. Fueron los magistrados del vértice del sistema de justicia los que dieron el tiro de gracia a Garzón y los que, de paso, dejaron claro que los jueces de inferior jerarquía deben comportarse como subalternos de los que están arriba.

La independencia judicial tiene dos componentes: uno externo –que significa que el juez no puede ser presionado por agentes de fuera– y uno interno –que quiere decir que las presiones desde dentro de la estructura judicial deben conjurarse también, esto es, que los altos jerarcas no pueden ni deben influir–.

Con Baltasar Garzón no bastó utilizar los mecanismos de revocación que prevén los procesos para anular las decisiones equivocadas que toman los jueces; fue necesario llegar al extremo. Se laminó la carrera de un juez cuya impronta es innegable y de paso se ha infundido un temor real en el resto de los jueces españoles, que en adelante deberán sopesar muchos factores al momento de tomar una decisión, si es que quieren preservarse así mismos. Su independencia ha sido tocada.

Ya lo dijo hace unos días el profesor argentino Eugenio Zaffaroni: “...este es un pésimo ejemplo para todos los jueces del mundo y para todas las personas que defienden el Estado democrático de derecho...”. Es una verdadera pena que España, un país del que nuestro derecho se ha nutrido por siglos, se convierta hoy en un paradigma de lo que nunca debería reproducirse.