Fundamentos de la dignidad y el propósito humano

El apoyo popular hacia un Estado laico ha crecido decididamente en los últimos años

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Durante muchos años, ha sido común restringir la concepción de dignidad humana y propósito de nuestra existencia a un contexto predominantemente religioso como el costarricense. Sin embargo, ante el advenimiento de una sociedad laica y multicultural, es necesario establecer fundamentos que trasciendan las creencias religiosas que cada uno de nosotros pueda tener. Para ello, en la construcción de un Estado de derecho debemos considerar únicamente los principios morales emanados de la racionalidad y limitar los imperativos de la fe hacia el ámbito de interacción de nuestra comunidad religiosa.

Este tema se hace relevante en el contexto costarricense donde, de acuerdo con el Pew Research Center, el catolicismo ha disminuido en 15%, mientras que las personas sin afiliación religiosa crecieron en un 5%. Además, el apoyo popular hacia un Estado laico ha crecido decididamente en los últimos años, con su apoyo rondando entre un 50% y un 60% dependiendo de la casa encuestadora.

Dignidad. Desde la tradición judeocristiana, la dignidad humana se fundamenta en el dogma de que como creación de Dios las personas tenemos valor inherente. Adicionalmente, los mandamientos dictados por esa misma deidad nos obligan, entre otras cosas, a amar y valorar a cada ser humano como un repositorio de la propia divinidad. Cualquier acto indigno causa daño no solo a la persona, sino al templo del Espíritu Santo contenido en ella.

El catecismo de la Iglesia católica indica en los primeros tres artículos de su tercera parte que la dignidad de la persona humana está basada en su creación en imagen y semejanza de Dios, y corresponde a cada quien buscar su propia realización.

Similarmente, el Corán presenta la dignidad del ser humano como un componente inherente a su existencia. En el caso del budismo, la dignidad se fundamenta en la idea de que poseemos la agencia para elegir el camino hacia la autoperfección del ser humano, es decir, librarse del sufrimiento. En ese proceso se fundamenta la dignidad budista.

Por su parte, la perspectiva racionalista no difiere considerablemente de las prescripciones religiosas, pero sí en el fundamento de su origen. Según Kant, los seres humanos somos un fin en sí mismos, y, por lo tanto, poseemos un valor no relativo, especial, respecto al resto de la creación. La moralidad, entonces, surge de una serie de imperativos desde los cuales todos los deberes emanan.

Primero, el filósofo alemán plantea que las personas deben actuar asumiendo que su conducta pueda ser adoptada como una ley universal sin ser contradictoria. A este imperativo le llamó el Principio de Universalidad. Segundo, las personas nunca deben ser tratadas como un medio sino como un fin en sí mismas; a este concepto le llamó el Principio de Humanidad.

Fue a partir de estos dos principios kantianos que despegó la discusión para la construcción de una ética no fundamentada en los dogmas religiosos.

Propósito. De manera sucesiva a Kant, el nihilismo del siglo XIX representó otro punto de quiebre en la discusión acerca de la dignidad y el propósito de la existencia humana. Fundamentalmente, esta corriente filosófica intentaba rellenar el vacío moral que dejaba el aceptar la imposibilidad de una ética religiosa. En otras palabras, la negación de un ser supremo presumía la inexistencia de un propósito universal.

Esta duda existencial fue ilustrada por Dostoievski en su famosa obra Los hermanos Karamazov, cuando el hijo del medio, Iván, se pregunta: “si Dios no existe, ¿todo está permitido?”, resumiendo el cuestionamiento a la legitimidad divina de la moralidad.

Más aún, la racionalización de la moral kantiana permitía hacer una valoración ética de las acciones, pero no un para qué de estas. La existencia, entonces, carecía de propósito. Nietzsche respondió a este dilema al afirmar que cada individuo se encuentra en la obligación de construir su propia moralidad, y a través de este proceso su existencia va a obtener significado.

Similarmente, Kierkegaard planteaba la necesidad de cada individuo de fundar su propia moralidad y propósito, pero como hombre religioso aceptaba la posibilidad de que un comando divino trascendiera a esos principios éticos y le obligara a actuar de manera diferente.

Poco menos de un siglo después, el debate cambió de dirección tras la Segunda Guerra Mundial, cuando los existencialistas declararon que la existencia antecede a la esencia. Es decir, podemos existir sin tener propósito alguno y la batalla de nuestra vida se resume a la búsqueda por ese significado de la existencia (la esencia).

Sartre afirmó que el propósito se obtiene al sumarse a una causa mayor que uno mismo: la reivindicación obrera, el feminismo, el ambientalismo, entre otros.

Por otra parte, Víctor Frankl, tras sus experiencias en un campo de concentración durante la guerra, declaró que podemos encontrar el significado de la vida por tres vías distintas: mediante el trabajo o una obra creativa, mediante el amor por otros o tras el coraje ante el sufrimiento y las dificultades de la vida.

Indistintamente de la escuela de pensamiento, la síntesis existencialista afirma que cada quien tiene la libertad y el derecho de fundamentar el propósito de su existencia a partir de la propia introspección.

Asimismo, acepta la libertad de quienes deseen adherirse a principios religiosos y obtener el significado por ese medio, siempre y cuando no se incurra en imposiciones universalistas. Finalmente, la perspectiva biológica, circunscrita a la teoría de la selección natural, otorga un propósito adaptativo y reproductivo a todos los seres vivos, sin otorgar ningún grado de excepción al ser humano.

Tenemos propósito en la medida que buscamos preservar la supervivencia de nuestra especie, plantea. No es sorpresa, entonces, la profunda satisfacción, plenitud y sentido del deber que las personas sienten a la hora de tener un hijo.

En conclusión, es posible encontrar rutas que fundamenten la dignidad y el propósito humano desde una perspectiva racionalista. Estos deben ser los fundamentos de la política pública en el contexto costarricense.

Por tanto, aun desprovistos de un valor especial por parte de un diseñador superior, las personas tenemos valor y nuestro sistema legal debe protegerlas; un trato utilitarista de maximización del beneficio social pierde valor si este conlleva la vulneración de la dignidad o el propósito de alguna minoría, incluida una única persona.

Afortunadamente, en la mayoría de casos este principio no está en conflicto con la moralidad de quienes somos creyentes. Sin embargo, si este fuera el caso, debemos comprender que la lógica racionalista debe prevalecer pues es la única aplicable a una sociedad secular, y así responder decididamente a la pregunta de Dostoievski: no, aun si Dios no existiera, no todo se vale.

El autor es analista de políticas públicas.