Fundamentalismo religioso y el Estado necesario

La religión convertida en poder político ha dejado en la historia un rastro de intolerancia

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Aunque nos consideramos muy modernos, parece persistir en la mente de muchos la idea generalizada de que, esencialmente, nada cambia: ni en la naturaleza, ni en la sociedad. Es una visión beatífica, con un pasado que en nada difiere del presente y un futuro igualmente predecible: el mundo que nos rodea y la sociedad donde vivimos siempre han sido como ahora y lo seguirán siendo.

Se trata de una cosmovisión inmovilista, muy del gusto de individuos conformistas, muy cómodos en un mundo y una sociedad donde todo los favorece: la aparición de novedades o cambios es vista como una irrupción subversiva en su modo de vivir.

Esta manera de pensar y actuar ha sido el último clavo puesto en el ataúd de no pocas sociedades del pasado, hoy existentes solo en los libros de la gran historia.

Religión y poder político. Tocar este tema es como atentar contra el particular “mundo feliz” nacional: el fundamentalismo, denunciado por no pocas voces, es visto por algunos como una crítica a la religiosidad de cierta manera de ser como ticos. En este sentido, es bueno aclarar que no se trata del legítimo derecho de todo ciudadano a tener y expresar sus convicciones ideológicas del tipo que sean, religiosas o filosóficas, sino de frenar las pretensiones de estos grupos cuando se convierten en fuertes organizaciones políticas orientadas hacia la toma de los altos poderes de la República. Que es lo que ha venido ocurriendo con la creación de partidos abiertamente religiosos, un verdadero peligro para las instituciones republicanas: sus dirigentes han sido siempre muy claros en poner sus convicciones religiosas, divisivas, por encima de las leyes que nos cubren y nos limitan a todos, incluso a ellos.

La religión convertida en poder político ha dejado en la historia un rastro de intolerancia, persecuciones y sangre como para no repetirla.

Lo que está ocurriendo ahora entre musulmanes chiíes y sunitas –matarse entre sí en el nombre del mismo dios– evidencia el riesgo que corre una sociedad cuando las creencias religiosas y sus jerarcas han usurpado también todos los poderes de la sociedad civil. Hay aquí una lección por aprender.

Mayorías y minorías. Vivimos en un mundo cuya diversidad nadie puede negar. Lo mismo puede decirse en relación con nuestra realidad nacional: los costarricenses somos muy diversos en todo sentido. Un rasgo importante de ello es que ya ni siquiera hay una mayoría católica real porque muchos católicos se han desligado de todo contacto con la institución, su jerarquía, sus dogmas y sus mandatos.

Y, en contraste, han aparecido nuevos grupos religiosos muy ruidosos, al tiempo que crece también todo tipo de “descreídos”, incluyendo a los indiferentes religiosos y a los librepensadores que hemos escogido una vida moral sin dioses. Sin embargo, la obligación de todas estas fracciones sociales es el mutuo respeto si queremos mantener ahora y mañana la paz social. Más que tolerancia, es indispensable la mutua aceptación plena de diferentes visiones del mundo.

Prevenir. La existencia del actual Estado confesional católico, con todos sus privilegios, no se justifica. Y ya ha empezado la beligerancia de las distintas sectas protestantes por adquirir esos mismos privilegios. Pero, igualmente, sería inadmisible aceptar tales pretensiones, lo que llevaría a un Estado multiconfesional: otro adefesio jurídico aún más absurdo.

Ya hay otra minoría religiosa importante, la judía, muy bien integrada, además de otras muy minoritarias. Y no tardaremos en aceptar la llegada de una minoría musulmana, con una cultura muy respetable, pero susceptible hoy de llamados incendiarios al fanatismo religioso. Todo esto dibuja un cuadro en el porvenir en que cada vez habrá más competencia entre ellas por obtener favores y privilegios de todo tipo del Estado: una verdadera amenaza para la convivencia social y el erario.

Está claro: nuestros estadistas deben establecer desde ahora una legislación que lleve a una sociedad abierta para todos: el Estado laico. Así, con precisión, quedaría zanjada la necesaria separación entre la vida cívica, la de todos, y la privada, con creencias religiosas o sin ellas.

El autor es ensayista profesor ad honórem de la Escuela de Filología, Lingüística y Literatura de la UCR.