Fronteras de Nuestra América

El escritor Nacer Wabeau nos cuenta el contraste entre las fronteras de cinco países suramericanos.

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Recientemente, recorrí en bus cinco países de Suramérica, desde la impresionante ciudad de São Paulo hasta Colombia, y pasé por Bolivia, Perú y Ecuador. No lo he hecho como turista, sino como viajero. En efecto, mientras que el primero confía en las agencias de viajes, las cuales lo llevan de prisa de una atracción a otra, el viajero anda sin reloj ni itinerario predeterminado, observa los detalles, disfruta del encanto de aldeas arrinconadas, conversa con la gente, trata de entender los diversos modos de vida humana.

Viajar en bus tiene ventajas y desventajas. Es más barato, pero hay que ser paciente, soportar largar esperas, dolores en la espalda y los pies, miedo a los choferes temerarios. La recompensa es el disfrute de los maravillosos paisajes. En Mato Grosso del Sur, uno queda boquiabierto ante las inmensas llanuras, de un denso verdor, similares a la sabana africana, solo que, en lugar de leones y elefantes, se ven fincas con centenares de miles de bovinos, separados por edades y razas. A lo largo de más de 400 kilómetros, la llanura parece infinita, uno comprueba que Brasil es un vasto y rico país continente.

El contraste es grande entre la temperatura de treinta grados en Santa Cruz y La Paz, donde el termómetro marca seis grados, además de los mareos causados por la altitud, a lo lejos de la capital boliviana las imponentes montañas andinas lucen cubiertas de nieve. Lo mismo sucede en Perú, en Puno a la orilla del Titicaca, el lago más elevado del mundo, uno se siente helado; pocas horas después, camino hacia Arequipa, en el desierto de Yura, manadas de llamas pastan tranquilamente en el sopor del mediodía.

Todo parece hermoso y fascinante, los contrastes de paisajes estimulan la imaginación. El gran absurdo está en las fronteras.

Contrastes. Resulta chocante pasar de Brasil, una de las diez economías más grandes del mundo, a Bolivia, uno de los países más pobres del continente. En la parte brasileña de Curumba, reina el orden y cierta holgura, taxis último modelo, buses de primer mundo, oficiales en uniformes impecables, trabajando según un protocolo.

Del lado boliviano, esperan unos policías malhumorados, dando instrucciones contradictorias, en instalaciones devoradas por la humedad, la suciedad y olores nauseabundos. La larga fila podría tardar horas bajo el sol ardiente y, luego, bajo la lluvia, los viajeros experimentados sacan sus paraguas, a otros no les queda más que soportar una ducha forzada. Nada parece estorbar la rutina y lentitud de los policías, quienes no se avergüenzan en dar preferencia a quienes ceden a la corrupción, pagando unos dólares.

Lo mismo sucede en Desaguadero, una caótica ciudad fronteriza entre Bolivia y Perú. Los trámites de migración pueden convertirse en una pesadilla. Apenas uno entra a Perú, aromáticos platos invitan a calmar el hambre. Nadie puede resistirse a la alta gastronomía peruana.

Tumbes es la última ciudad peruana antes de ingresar a Ecuador. Nuevas instalaciones exhiben letreros: “Migración se moderniza… Centro binacional de atención…”. En efecto, dos mujeres policías, sentadas en la misma oficina, dan la bienvenida al viajero, una pone el sello de salida de Perú; la otra el de entrada a Ecuador. Ambas le desean buen viaje con sonrisas. En pocos minutos, todo resuelto. Así es como han de ser las fronteras de Nuestra América: ágiles y transparentes, antes de desaparecer algún día, como en Europa.

Cuadro de dolor. A diferencia de otros viajeros, los venezolanos se veían cabizbajos y humillados, alineados en largas filas, a ellos les toca esperar varias horas para cumplir con los trámites de rigor. Resulta triste ver a tantos jóvenes con maletas buscando oportunidades en el exilio.

En Tulcán, pequeña ciudad agrícola, al norte de Ecuador, la gente vive apaciblemente, cultivando sus fincas, la dolarización les ha dado cierta estabilidad, acabando con la constante devaluación de la moneda nacional. Apenas uno cruza el puente Rumichaca, la realidad es otra, los cambiadores informales proponen paquetes de pesos colombianos a cambio de unos dólares. A diferencia de la oficina de migración ecuatoriana, vigilada por policías sonrientes, del lado colombiano, salta a la vista la fuerte presencia militar y mucha tensión. En los cafés de Ipiales, la inquietud es grande, se habla del último atentado. Definitivamente, la paz es un proceso difícil.

Además de las fronteras oficiales, en cada ciudad suramericana existen infranqueables murallas entre los ricos que gozan de superfluidades y los que nada tienen. En São Paulo, en La Paz y Lima, en Quito y Bogotá, resulta doloroso ver a tantos indigentes buscando migajas en los basureros.

Francisco de Paula Santander dijo: “Colombianos: las armas os han dado la independencia, las leyes os darán la libertad”. Se refería a la Gran Colombia, sin fronteras desde Panamá y Venezuela hasta el Ecuador. Lamentablemente, en vez de la justicia, impera la ley del más fuerte.

En la Quinta Bolívar en Bogotá, medité sobre el legado del Libertador y su sueño de una América próspera y justa. ¿Qué diría de la desgarradora presencia de tantos miserables en las ciudades? ¿Qué pensaría del éxodo masivo de venezolanos? ¿Qué haría al cruzar absurdas fronteras que separan a pueblos de la misma cepa, que sufren las mismas penas, que anhelan la misma esperanza, que tienen los mismos sueños?

El autor es escritor.