François Mitterrand

La pobreza y la exclusión no pueden ser vistas como fatalidades

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Cuando volvió a su asiento en medio del aplauso cerrado, cuando finalizó la conmoción de los jefes de estado que lo felicitaban, me acerqué a saludarlo. Me miró intensa y gentilmente, casi asombrado, cuando le comenté su alocución.

Desde la altura de sus 50 años de vida pública, 14 de los últimos invertidos como jefe de Estado de Francia, François Mitterrand se había referido a la Cumbre Mundial de Desarrollo Social en Dinamarca con la profundidad reflexiva y la actitud existencial que ha caracterizado la tradición francesa.

Su discurso no fue una pieza de oratoria fabricada por alguien con un objetivo político o diplomático particular. Habló desde el fondo de sí, anclado en la raíz de su cultura, eje de su propio pensamiento. Hizo de su intervención un diálogo consigo mismo, una reflexión personal que se atrevió a compartir con los otros sin afectación, sin pretensiones de notoriedad, simplemente como reflejo de su visión y experiencia, intensificadas por la conciencia de su próxima partida.

¿De qué servirá la Cumbre -se pregun tó-, de qué servirá esta reunión que esperábamos todos desde hace tanto tiempo? Estos acontecimientos, dijo, son tan solo fachadas. Por eso es importante concretar. Por eso es esencial que comprendamos la importancia que para el orden internacional tiene la incorporación del tema social como parte fundamental del progreso. Hasta hace poco la presencia del tema social en los convivios y negociaciones internacionales era más bien algo extraño, algo que carecía de peso propio y validez en el contexto de las reflexiones mundiales.

En su exposición, Mitterrand formuló una de las afirmaciones más certeras y penetrantes de la Cumbre Social: La pobreza y la exclusión, dijo, no pueden ser vistas como fatalidades. Ambas son el resultado de mecanismos precisos y bien conocidos, que es imprescindible denunciar y desarticular, valiéndose de la educación, la formación y la investigación científica. La negatividad, la fatalidad que suele asociarse con la pobreza debe ser exorcizada por medio de la creación de la igualdad de oportunidades y de la humanización de las condiciones de vida y de trabajo. Cada uno de nosotros está obligado a aportar su propia idea a fin de que la vida adquiera un sentido nuevo.

Es preciso recordar, confesó Mitterrand, que la libertad y la igualdad no son simplemente conquistas de la Revolución Francesa. Libertad, igualdad, solidaridad, derechos humanos y democracia son parte de una realidad indisoluble. Aunque estos valores puedan parecernos difíciles de conciliar, lo cierto es que forman parte de lo que nos permitirá asegurar la perennidad de los logros y la marcha hacia el progreso.

No es posible, sin embargo, construir el bienestar de los seres humanos, sin su participación activa. De ahí la importancia que en el contexto del desarrollo tiene la activación de los distintos grupos sociales en cada uno de los países. No es posible avanzar en la dirección deseada sin la existencia de la vía democrática, sin el concurso de los partidos políticos, de las organizaciones sindicales y patronales, sin la participación de grupos organizados.

No hay duda, dijo, que por aquí y por allá se es sensible a los llamados de otras sirenas, entre ellas las que claman por la desregulación total, por el desmantelamiento del Estado. Debemos reflexionar. Ahora más que nunca, enfatizó Mitterrand, hay que repensar la vida social: "¿Dejaremos que el mundo se convierta en un mercado global, sin más ley que la del más fuerte, sin otro objetivo que el logro de la mayor ganancia en el mínimo tiempo, un mundo en el que especulación arruine en pocas horas el trabajo de millones de hombres y mujeres y amenace el resultado de largas negociaciones como esta?"

Me pregunto, afirmó, ¿abandonaremos a las generaciones futuras al juego de estas fuerzas ciegas? ¿Sabremos construir un orden internacional fundado sobre el progreso, y, fundamentalmente sobre el progreso social? Lo importante, al fin, sentenció Mitterrand, es que los individuos que viven sobre la tierra deben ser el fin último de toda estrategia política o económica, y que, por lo tanto, toda estrategia pasa por lo social.

Cuando cerró su alocución se esparció por el plenario una conmovedora reverencia colectiva. El saber que estaba cerca del fin agregó dramatismo a la estampa digna, serena y fuerte de Mitterrand mientras hablaba. Eramos depositarios de su legado.

La tarea es enorme. Copenhague fue tan solo un llamado a colocar lo humano en el centro de la reflexión mundial. Es justamente este abrumador desafío lo que nos queda por delante. La última intervención pública de Mitterand ante un foro mundial dejó trazada la meta y el camino.