Foro: Nostalgia por el tren

Pasarán muchas generaciones que no verán cumplir el deseo de viajar en ferrocarril

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Los momentos felices de la infancia nunca se borran, quedan impregnados para siempre en nuestra memoria, penetran en cada célula de nuestro cerebro y, casi sin evocarlos, afloran con gran facilidad a nuestra mente. Sin importar la edad por la que transitamos, nos parece que esas vivencias las tuvimos ayer.

Una noche, después de la cena, papá y mamá nos anunciaron que la semana siguiente haríamos un paseo a Limón; con el anuncio, todos los chiquillos saltábamos de la alegría.

En la década de los cincuenta, el único medio de locomoción para viajar a esa hermosa provincia era el ferrocarril. En aquellos lejanos tiempos, Costa Rica era un país pobre: en la mayoría de los pueblos, los niños andaban descalzos y las familias, salvo algunas excepciones, no podían darse el lujo de viajar con frecuencia, a lo sumo, y con gran sacrificio, una vez al año. Por esa razón el anuncio de nuestros padres nos produjo una explosión de alegría.

Por fin llegó el anhelado día. Felices, dejamos la cama a medianoche. Allá en la lejanía, en el silencio nocturno, se escuchaba el melancólico sonido de la campana del reloj de la iglesia, anunciando la hora. Teníamos que tomar el Pachuco, el tren nocturno que partía de San José todas las noches, a las doce en punto, y dos horas después pasaba por Turrialba.

Papá alistó el viejo pick-up Ford; el pueblo, Juan Viñas, dormía plácidamente, cubierto por un velo de bruma. Sin importarnos el frío de la madrugada, los chiquillos subimos al vehículo.

Ingresamos presurosos a uno de los coches; los adormilados pasajeros nos miraron indiferentes. El poderoso vehículo de acero, raudo, reanudó su marcha lentamente. El constante traqueteo y bamboleo de los vagones no impidió nuestro sueño. Nos esperaban cuatro horas de viaje.

Batán y el arribo. No sé cuánto tiempo transcurrió, el tren detuvo su marcha momentáneamente en un lugar muy iluminado. Con la ayuda de papá, bajamos la ventana. Pude observar un pueblo limpio y ordenado, casas de vivos colores, montadas sobre pilotes de madera. El pueblo se llama Batán, susurró papá.

Ese pueblo quedó grabado para siempre en mi memoria. Me dormí de nuevo. Horas después me despertó el brillo de un sol naciente sobre el horizonte del mar. El tren, luego de pasar por un sitio bordeado de palmeras, arribó a Limón a las seis de la mañana.

La ciudad nos impresionó por su vegetación abundante y paradisíaca, por su limpieza y orden. Era una de las más lindas del país, privilegio que perdió por la desidia de su población y de las autoridades municipales. Nos dirigimos a una casa de pensión, ubicada en las cercanías de la estación. Era un viejo edificio de madera, amplio y agradable. En el comedor, en el segundo piso, rodeado de macetas y hermosas flores caribeñas, disfrutamos un delicioso desayuno, con rice and beans, pambón y exquisito café.

Un destartalado autobús nos llevó a Portete, lugar preferido en esa lejana época por las familias para disfrutar el mar: una ensenada donde las aguas marinas se deslizaban mansamente sobre la arena para acariciar los pies. Las aguas, al alejarse y retomar nuevamente su camino perezosamente hacia la playa, dejaban un sinfín de pequeñas conchas y caracoles que brillaban como el nácar. Un cruel terremoto en la década de los noventa cambió el paisaje para siempre, porque elevó el suelo y convirtió en rocas lo que antes eran acogedoras playas.

Ese paseo familiar que quedó grabado en mi memoria no lo pueden disfrutar las familias. Dolorosamente debo reconocer que mi generación es la culpable de haber dado el golpe de gracia al ferrocarril.

Esa errónea decisión política causó al país un daño irreparable: comunidades aisladas, el transporte por las carreteras aumentó desproporcionadamente, la presencia excesiva de vehículos en las vías produjo aumento en la contaminación y graves accidentes. La eliminación del ferrocarril generó múltiples perjuicios a las mayorías más pobres y benefició a grupos minoritarios económicamente fuertes que vieron cómo sus ganancias aumentaban en forma desproporcionada.

Dolorosa nostalgia. El recuerdo del tren es como un relicario que contiene extraños elementos románticos; esa sensación romántica la han externado grandes genios de la literatura universal, como León Tolstói en Anna Karénina y ha impregnado también a algunos autores latinoamericanos en sus relatos literarios.

Mi generación, casi octogenaria, que ya inició su marcha inexorable hacia su destino final, y a la que le habría alegrado sobremanera el resurgimiento del ferrocarril, se quedó en el andén, con la vana esperanza de subir a un tren que pudiera conducirla al Pacífico o al Atlántico, que jamás pasará.

Tampoco nuestros hijos podrán disfrutarlo, ni sus descendientes. Pasarán muchas generaciones que no verán cumplirse ese anhelo, porque, en Costa Rica, los proyectos de interés nacional nunca se concretan. El proyecto transitará por los rieles retorcidos y herrumbrados hacia su destino final: el nunca jamás.

hfallascordero@hotmail.com

El autor es abogado.