Foro: De las drogas y de las penas

Las políticas prohibicionistas en el país llegaron muy lejos y, lo más grave, con magros y costosos resultados

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Una pequeña obra escrita a finales del siglo XVIII por un filósofo milanés supuso un punto de inflexión para el derecho penal y para la forma en que, hasta entonces, se entendía el castigo en Europa.

La noción de Estado, y del poder de sancionar como una facultad exclusivamente suya, tenía apenas unos 200 años. En De los delitos y de las penas, Cesare Beccaria propuso como principio fundamental, de cara a la extrema crueldad con la que todavía se imponían sanciones, la necesaria proporcionalidad que debía haber entre las infracciones a la ley y su consecuencia.

Dos siglos después y en vista de los problemas que generó el tráfico y consumo de drogas, en la década de los ochenta, Estados Unidos impulsó una estrategia de tough on crime policies que apostó por el endurecimiento del sistema penal.

En el 2015, Bill Clinton admitió, durante la campaña presidencial de su esposa, que había sido un fracaso. Pero fue una apuesta calcada en América Latina.

Costa Rica, de hecho, se convirtió en uno de los países que más elevó los castigos —cárcel— para quienes se vincularan con la comercialización de las drogas. Se redujeron beneficios penitenciarios, se crearon nuevos delitos y, sobre todo, se aumentó el extremo mínimo de todos los ilícitos —a ocho años— de manera que se dificultara la excarcelación de los condenados.

En el imaginario colectivo, casi como esculpida en piedra, se construyó la idea de que todas las personas relacionadas con esta clase de delincuencias eran grandes capos salidos de libros y películas, y que las duras sanciones generarían un efecto disuasorio.

La parte delgada del hilo. En el camino, nos dimos cuenta de que, como suele ocurrir, el sistema penal a quienes más caza no es a los líderes de las estructuras criminales, sino al microtráfico, de especial gravedad en regiones con problemas estructurales de pobreza y desigualdad como los nuestros. Es decir a quienes delinquen por necesidad o adicción.

Hace solo un par semanas conocí el caso de un hombre condenado por intentar ingresar 0,8 gramos de marihuana a una prisión en Heredia y el de una mujer sentenciada por transportar, en un bus, poco menos de 60 gramos a cambio de lo cual recibía ¢50.000 para mantener a sus hijos en Guanacaste.

Ambos recibieron ocho años de cárcel. Ha habido un consenso relativo a la necesidad de criminalizar el comercio de ciertas drogas y sustancias psicoactivas.

El debate que empieza a abrirse acerca de la despenalización del tráfico de algunas de ellas no puede esconder un problema previo que padece Costa Rica.

Cuesta entender que haya jueces que impongan penas de ocho años por portar 0,8 gramos de marihuana —más elevadas que las que se fijarían por matar a alguien, por ejemplo, en un accidente de tránsito o abusar sexualmente de un niño— y que para cuestionar su irracionalidad se pongan de costado.

Cuesta entender que los políticos que promueven la mano dura no se den cuenta de que, en 30 años, las cárceles se llenaron de microtraficantes, pero el problema de fondo sigue afuera.

Cuesta entender que haya autoridades que todavía anuncien por todo lo alto, como un triunfo de la inteligencia policial, la detención de una vendedora de galletas con cannabis en algún barrio josefino. Y cuesta entenderlo porque en esto, que afecta fundamentalmente a gentes procedentes de los sectores más pobres, hay también altísimas cuotas de hipocresía.

Medidas insuficientes. Los efectos colaterales de la lucha contra las drogas a través del aprisionamiento de algunos grupos especialmente vulnerables, como las mujeres, pretenden reducirse por medio de sucesivas medidas, como las que incorporaron perspectiva de género durante las dos últimas administraciones.

Pero es insuficiente. Según datos del sistema penitenciario, al 2019, una cuarta parte de los presos había cometido un delito relacionado con drogas. Sin embargo, las penas alternativas que, siguiendo a la ONU, se han ido aprobando, como la vigilancia electrónica y los trabajos comunitarios, no pueden aplicarse al microtráfico por el monto de la sanción.

¿No tendría más sentido que a alguien, como en los dos casos que he contado, se le ofrezcan respuestas menos punitivistas, pero más eficaces para alejarlo del comercio de drogas y reservar el encarcelamiento para quienes trafiquen grandes cantidades o lideren, con todo lo que eso conlleva en términos de violencia y deterioro social, las redes criminales?

Lo que hay ahora es un disparate; alguien condenado por comerciar 0,8 gramos de marihuana al cabo de tres años le habrá costado al Estado, en alimentación y atenciones primarias, cerca de $40.000. Eso se paga con impuestos.

Agravamiento. Según don Quijote, la experiencia es la madre de las ciencias; también debería serlo de la política. Un derecha ilustrada y una izquierda sensata tendrían que ser capaces de reconocer que el camino se torció, que las penas por tráfico de drogas son desproporcionadas, carísimas en todos los niveles, que no han detenido los circuitos de consumo y comercialización y que agudizan los problemas de seguridad e injusticia social.

Castigar con rigor es el consenso para enfrentar un problema que también es de salud pública, responderán algunos. Esa es una de las cuestiones de mayor trascendencia, la verdad es que no es así.

Para poner solo tres ejemplos cercanos: Argentina, Chile y España, a diferencia de nuestro ordenamiento jurídico, prevén penas escalonadas según se trate de tráfico o microtráfico, que van de 1 a 15 años. Incluso, por vía de jurisdicción constitucional, en Colombia, se han hecho matizaciones a través de conceptos como el de «dosis de aprovisionamiento» que se han declarado impunes.

Las políticas prohibicionistas en el país llegaron muy lejos y, lo más grave, con magros y costosos resultados. La respuesta penal, que solo acompaña las medidas sanitarias, pero no puede reemplazarlas, ya aporta suficiente evidencia empírica.

Los tomadores de decisiones tienen en esa evidencia una poderosa razón para gestionar los desafíos de hoy: menos mano dura y más cabeza fría. Aparte de que las penas actuales escandalizarían al mismo Beccaria, un paso seguramente polémico, pero necesario, es que al microtráfico tendría que, por lo menos, incluírsele en el elenco de sanciones alternativas.

Habrá quienes dirán que esto es claudicar ante la violencia y la delincuencia. Allí hay, como generación, otro reto mayúsculo: convencerlos de que no, no se busca ser más débiles, sino más inteligentes. De lo otro hemos tenido bastante.

mfeoliv@gmail.com

El autor es exministro de Justicia.