¡Estos abogados!

Abogados económicamente solventes, pero sus principios hechos añicos

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En mis años de ejercicio profesional, como abogado, he pasado por todo tipo de experiencias; algunas muy buenas, otras no tanto, pero todas me han dejado una huella.

Cuando ejercí jurisdicción, en varios despachos judiciales, supe lo que unos cuantos abogados son capaces de hacer en “defensa de sus clientes” para obtener sus jugosos honorarios. Son verdaderos mercaderes del oficio.

Y no es que deban trabajar gratis; es solo que, cuando atiendan las causas en las que se han comprometido, lo hagan de acuerdo a los principios éticos y morales que los maestros enseñaros en las aulas universitarias. Ni más ni menos: solo hacerlo, por decirlo en forma simple, decentemente. ¡Que trabajen sin artimañas; sin pretender sacar ventajas de cuanto portillo legal existe o, peor aún, inventando otros tantos que la ley nunca ha dejado!

Es, y vuelvo a mi recurrente tema, el utilizar la mentira, conscientemente, sin empacho alguno, para “litigar”.

Estos “profesionales” no necesitaban estudiar derecho; sólo necesitaban tener una “licencia” que les permitiera andar, por ahí y por allá, haciendo de las suyas; ensuciando honras pulcras, enlodando los pasillos judiciales con su verborrea llena de rencor y odio hacia todo lo que no le calza a su medida. Con esos “colegas” tuve que lidiar tantas veces cuando fui juez y al saber que continúan haciendo de las suyas, no sé por qué nadie –y me incluyo– ha podido ponerles el cascabel, pues sus prácticas perversas son rayanas en lo delictivo.

Para mi desdicha, hoy que ejerzo como abogado litigante, en materia civil, sigo viendo las sombras de esos mismos malhechores: manipulando, amenazando, corrompiendo, estafando. En los últimos años he asumido, como curador concursal en distintos juzgados del país y, ¡oh suerte!, en esta materia (quiebras) también hay de esa calaña y en cantidades astronómicas. Y, para peores, parecen ser proyecciones de sus “patrocinados”: ruinosos, defraudadores, estafadores, embaucadores... ¡y mentirosos!; es decir, delincuentes de cuello blanco.

Estos abogados serán económicamente muy solventes, pero sus principios están hechos añicos, quebrados, devaluados. Excepciones, como en todo, hay, pero son los menos.

E, insisto: no soy la reencarnación de san Ivo y porque practico, en mi actuar profesional, el decálogo del abogado y el Código de Moral Profesional, como se debe, nadie puede reprocharme nada. Además, a ello integro mi vida privada pues siempre he considerado que no se puede dividir entre aquella y esta, pues es el mayor contrasentido de cualquier persona que se precie de tal.

Este ambiente es tan desalentador que lo denunciaré públicamente una y cuántas veces sean necesarias, pues tal parece que la cantidad de abogados, que sobrepasa en la actualidad los 20.000, no es directamente proporcional, no a su formación académica (que es el ideal), sino al mínimo sentido del decoro y la probidad; aquellas virtudes que hiciera afirmar, con mucho orgullo de este país, al poeta Rubén Darío: “...Y lo que nota el observador en aquella República es la influencia absoluta del abogado. El abogado, el comerciante, el agricultor, trimurti potente: el bufete, el mostrador y el buey”.