Estados fallidos

Hay una serie de índices en que ni uno ni la sociedad quisieran ocupar el primer puesto

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Winston Churchill, cuya biografía es un deleite leer, tenía un claro gusto por el whisky. En una oportunidad, estando de visita oficial en Washington D.C., trabajó, como era usual en él, hasta altas horas de la noche y a cado rato un sirviente atendía su solicitud de que le sirviera un trago más. A eso de la medianoche, cuando el sirviente se preparaba para ir a dormir, le preguntó a Churchill si requería algún otro servicio. Este le contestó algo como: “No, muchas gracias” , “aunque –continuó, luego de pensarlo un instante– quisiera pedirle que me sirva usted de testigo de honor si alguna vez me acusaran de abstemio”.

Con independencia de lo anterior, que a sir Winston se le perdona, hay una serie de índices en que ni uno ni la sociedad quisieran ocupar el primer puesto. ¡Qué feo ser el portero con mayor número de goles recibos por minuto jugado, el estudiante que más veces llegó tarde a la escuela, el que más cuotas atrasadas tiene de su préstamo con el banco o con la Caja de Seguro Social o el cantón con más basura! Tampoco es lindo ocupar los primeros lugares entre lo que los expertos denominan “Estados fallidos”.

Fracaso. En este peculiar índice de Estados fallidos, en el 2015 el primer lugar lo ocupó Sudán del Sur. Le siguen Somalia, República Centroafricana, Yemen y hasta Haití, que ocupó la posición número 11. No hay pleno acuerdo entre los expertos sobre lo que constituye un Estado fallido, pero la definición generalmente aceptada, y que se puede leer en Wikipedia, dice que se trata de un “Estrado soberano que, se considera, ha fallado en la garantía de servicios básicos”.

Por lo general, “un Estado fallido se caracteriza por un fracaso social, político y económico (...) por tener un gobierno tan débil o ineficaz, que tiene poco control de las vastas regiones de su territorio, no provee ni puede proveer servicios básicos, presenta altos niveles de corrupción y de criminalidad (…) así como una marcada degradación económica”.

En Somalia, tal es el fracaso del Estado, que se formó dentro de él otro, que se autodenomina República de Somalilandia que, aunque no es reconocida internacionalmente, tiene Constitución, bandera y moneda propias; también un desempeño económico y estabilidad política superiores al país del que extraoficialmente se separó. Observadores internacionales han declarado “libres y justas” sus elecciones.

Caso nacional. Costa Rica, principios del 2017. ¿A quién podemos recurrir en nuestra defensa si alguna vez se nos acusara, por ejemplo, de diligentes y lógicos en materia fiscal? ¿Al Fondo Monetario Internacional (FMI)? ¿A las agencias calificadoras de riesgo país? Creo que lo prudente sería recurrir a estas, pues a veces el FMI, cuya relación es con gobiernos, peca de diplomático al juzgarnos.

Los argumentos que da Moody’s para haber elevado recientemente la penalización de su calificación de riesgo a Costa Rica no solo son claros, compactos y directos, sino que tienen gran peso. Deberían ser estudiados (y quizá memorizados) por las autoridades actuales y por las personas que aspiren a serlo en el futuro cercano. Pero hay unos enunciados al final de su documento que, no sé por qué razón, me hicieron recordar los Estados fallidos:

Dijo Moody’s que, el 7 de febrero del 2017, su Comité de Calificaciones, respecto al emisor de deuda objeto de la calificación, o sea, al Gobierno de Costa Rica, consideró: “Que la fortaleza institucional del emisor ha decaído de manera importante. La gobernanza o la capacidad gerencial del emisor también han decaído de manera importante. La fortaleza fiscal o financiera, incluido su perfil de deuda, han caído de forma significativa. El riesgo sistemático dentro del cual opera el emisor se ha incrementado en alto grado. El emisor se ha tornado más sensible a la materialización de riesgos del entorno”.

Sobre esto se ha hablado mucho. Desde que con Costa Rica no se juega, hasta que con Costa Rica sí se juega. Pero es hora de tomar en serio las finanzas públicas.

El autor es economista.